16/8/08

EL COBRO DE LOS TRIBUTOS DURANTE EL REINADO DE CARLOS I

NOCIONES SOBRE EL HECHO CONTRIBUTIVO
No es mi propósito, ni tampoco mi especialidad, hablaros sobre la forma que tenemos los ciudadanos de contribuir a los gastos del país, mediante la aportación, velis nolis, del dinero que, normalmente con nuestro esfuerzo, hemos conseguido. No obstante y como sí voy a tratar de la recaudación tributaria en una época tan lejana a la nuestra como es durante el reinado del Emperador Carlos V, sí quiero, aunque sea de una forma muy somera, centrar algunos conceptos elementales de Derecho tributario, tales como los ingresos públicos, los tributos y los impuestos.
INGRESOS PÚBLICOS. De forma muy elemental, podemos definirlos como las aportaciones económicas que el Estado percibe para el cumplimiento de sus fines. No importa de dónde provengan, su característica definitoria es que los recibe el Estado, sin que importe su procedencia, bien sea ésta de los rendimientos de las empresas públicas, de los impuestos u otras causas de la más diversa índole.
Los tributos, también llamados gravámenes, pertenecen a la familia de los ingresos públicos. Su diferencia de otras modalidades de ingresos públicos consiste en que la forma de imposición es coactiva, o sea, el Estado los cobra, tanto si el que está obligado a pagarlos está de acuerdo con ellos, o no. Podemos incluir dentro de esta exacción forzosa los impuestos que estamos obligados a pagar en la época actual y los que más adelante hablaremos de ellos: las rentas que nuestros monarcas percibieron durante la Edad Media y Moderna
Los impuestos son una modalidad dentro de los gravámenes o tributos. Se caracterizan y, por ello, se diferencian de otras figuras afines, en que poseen una estructura específica que está compuesta de los siguientes elementos:
a) Hecho imponible: es el acontecimiento por el cual el Estado exige que se le pague dinero, bien sea la obtención de un patrimonio, como el salario de los trabajadores, por el cual tienen que abonar por el impuesto de la renta, bien sea por la recepción de una herencia, cuyo pago a las arcas estatales entra dentro del impuesto de sucesiones.
b) Base imponible: Es la valoración económica que el Estado hace del hecho imponible. Esta suministra a aquél una cifra que servirá para futuros cálculos, por ejemplo, el valor catastral de los inmuebles.
c) Exenciones: Son el conjunto de cantidades previstas y autorizadas por el Estado que se le restan a la cifra que constituye la base imponible. Dentro de éstas se encuentran las deducciones que, por tener hijos, se hacen en la Declaración anual de la renta.
d) Base liquidable: El monto que resulta tras la deducción a la base imponible de las exenciones.
e) Tipo de gravamen: El porcentaje que se aplica a la base imponible, o a la liquidable en su caso.
f) Cuota íntegra: La cantidad obtenida tras aplicar el tipo de gravamen a la base imponible o a la liquidable y que sería la que se hubiese de entregar al tesoro público caso de que no hubiesen:
g) Deducciones: Son las minoraciones que, por distintos conceptos, el Estado le permite hacer al contribuyente y representan a la cuota íntegra lo mismo que las exenciones a la base imponible.
h) Cuota líquida: Cantidad final resultante de las operaciones anteriores y que es la que el contribuyente ha de abonar al erario público.

RELACIÓN JURÍDICA ENTRE EL ESTADO Y UN PARTICULAR.

Las conexiones tributarias podemos incluirlas dentro de la amplia gama de las relaciones jurídicas entre el Estado y un particular en las que nos encontramos:
a) Sujeto activo, sin lugar a dudas el Estado, pues es quien tiene poder para exigir al particular el pago de los tributos.
b) Sujeto pasivo, el que está obligado a pagar cuya responsabilidad recae en:
c) Contribuyente, el protagonista del hecho imponible, por ejemplo: el que obtiene la renta, en el caso del impuesto del I.R.P.F. o el heredero, en las sucesiones.
d) Responsable, quien tiene que hacer frente al pago del impuesto, caso de que el contribuyente o el retenedor no lo hagan por cualquier causa, o sea,. Los herederos del asalariado fallecido, en el I.R.P.F.
e) Repercutido, es quien soporta el quebranto patrimonial que acarrea el impuesto, porque el contribuyente le ha trasladado la cantidad que tiene que abonar el Estado. El ejemplo más claro está en el I.V.A., cuyo antecedente, haciendo todas las salvedades oportunas, lo encontramos en la alcabala, como más adelante veremos.

ORIGEN DE NUESTRO SISTEMA TRIBUTARIO
Es un lugar común decir que todo el cuerpo jurídico que sustenta la legislación que se aplica en la civilización occidental, tiene sus bases y hunde sus raíces en las perfectas disposiciones legislativas elaboradas por el pueblo romano. Más arriba hemos mencionada que las relaciones tributarias entre el contribuyente y el Estado entran dentro de la dependencia jurídica del primero respecto al segundo, por ello, éstas no escapan a las normas legales que presidieron los contactos de los ciudadanos romanos con sus gobernadores. Todo lo que durante la República romana y el Imperio se dispuso en materia contributiva fue recogido por los pueblos bárbaros invasores, en nuestra patria, los visigodos fueron los que perduraron, que lo adoptaron y adaptaron, en gran parte, dada su falta de experiencia en materia tributaria. Podemos decir que no hubo solución de continuidad en la recaudación de ingresos públicos entre los ya existentes en el Bajo Imperio romano y la dominación visigoda en nuestra Península. De la misma manera, también podemos afirmar que tampoco la hubo, a grandes rasgos, con la ocupación de nuestra Península por los musulmanes, aunque bien es verdad que éstos ya contaban con algunos preceptos recaudatorios contenidos en el Corán. Con la Reconquista se recogen la mayoría de los ya existentes, se modifican, se acomodan, o se crean nuevas formas de exacción de tributos, abandonando las que dejaban de ser operativas.
REORGANIZACIÓN ESTATISTA DEL IMPERIO ROMANO POR DIOCLECIANO( 284-305)
A este emperador y gran estadista debemos lo que podemos considerar la más importante organización político administrativa que se dio en la Historia de Roma. Era hijo de un liberto oriundo de la Dacia y fue elegido emperador por el Estado Mayor del Ejército, más bien que por sus dotes militares, por su gran capacidad de estadista. En su idea de engrandecer el Imperio y hacerlo más poderoso y duradero, a grandes rasgos, llevó a cabo las siguientes


REFORMAS
Dividió el Estado en dos grandes porciones:
-Gobierno Occidental, más el Norte de África y
-Gobierno oriental juntamente con Egipto
Como consecuencia de esta división, procedió de la misma manera a la partición de la soberanía única anterior, quedándose Diocleciano con el Imperio Oriental y poniendo al frente del Occidental a Maximiano. Ambos emperadores eran iguales en dignidad, aunque el más antiguo tenía más prestigio, además del poder legislativo. A su vez, estos gobiernos o imperios fueron subdivididos en dos prefecturas cada uno. El oriental abarcaba la Prefectura oriental, integrada por Tracia, Asia Menor, Siria y Egipto y la Prefectura de Iliria que comprendía Grecia y la Servia actual.
El Imperio de Occidente abarcaba Las Italias, de las que formaban parte Italia, Países danubianos y África, encontrándose dentro del segundo bloque Las Galias, cuyos componentes eran la Galia, propiamente dicha, Hispania y Bretaña.
Sin entrar en la pormenorización del resto de reformas que llevó a cabo, ni de las competencias que se reservó para el Gobierno Central, ni los efectos que esta gran partición originó, quizá el más importante de ellos fue la desaparición de la democracia política por la pérdida de poder de las curias municipales que devino en reuniones de funcionarios o de representantes de una oligarquía burocratizada, sí queremos hacer hincapié en la gran
TRANSFORMACIÓN DE LAS FINANZAS
Con objeto de mantener esta nueva y enorme organización administrativa, así como un gran ejército fuerte y poderoso que asegurase las posesiones obtenidas, mantuviese las fronteras y salvaguardase al Imperio de las invasiones bárbaras que continuamente asechaban, se hacía necesaria una revolucionaria transformación de las finanzas. Lo primero que se intentó conseguir fue el equilibrio del presupuesto, de forma que, mediante un exhaustivo cálculo de los posibles impuestos a recaudar por el Estado, éstos fuesen suficientes para cubrir los gastos previstos, de manera que se pudiese llegar al déficit cero, con lo que se conseguiría una economía estatal saneada y el Estado podría cubrir los ingentes desembolsos a los que tenía que hacer frente, aparte de con los beneficios que produjesen lo que hoy podríamos llamar las empresas públicas, con los ingresos que recaudase de los ciudadanos que, al fin y al cabo, eran los que gozarían de esta pretendida paz y seguridad, así como de la tranquilidad suficiente para desempañar las actividades que emprendiesen. Para ello se procedió a elaborar un censo general de la propiedad y, como consecuencia del mismo, se llevó a cabo la división de las ciudades en pequeñas unidades fiscales, agrupando aquellas que tenían igual renta territorial y haciendo recaer sobre ellas la parte alícuota que le hubiese correspondido, después de haber dividido los gastos estatales previstos en el presupuesto nacional, entre cada una de estas unidades fiscales. Haciendo todas las salvedades correspondientes podemos considerar este reparto de la carga tributaria como una especie de encabezamiento general, semejante al que veremos detenidamente que se implanta en Castilla con el reinado de Carlos I.
Para asegurar el cobro de los impuestos y que cada ciudadano abonase lo que le correspondiese en función de lo que cada unidad fiscal o ciudad hubiese de satisfacer, hizo que los trabajadores se inscribiesen forzosamente a los Colegios. Éstos podían ser de artesanos o de profesiones liberales y son los antecesores de nuestros Gremios y de los Colegios corporativos que hoy conocemos. De esta manera, al estar cada profesional del oficio que fuese, debidamente censado y controlado, no podía eximirse del pago de los impuestos, pero en el caso de que lo pretendiese, la Dirección del Colegio era la encargada de abonar al erario público lo que se le hubiese asignado, según el número de colegiados con los que contase, de forma que ésta tenía que detraer de cada uno de sus afiliados la parte correspondiente para subvenir el importe que, como tal Colegio, se le hubiese asignado y del que era el único responsable ante la Administración pública. Esta forma de recaudar los tributos que le cupiesen a cada profesional, haciendo responsable al Colegio al que estuviese adscrito, también la podemos considerar como una especie de encabezamiento al por menor, que, de la misma manera, podremos contemplar, cuando hablemos del cobro de las rentas mediante este procedimiento.

LOS IMPUESTOS BAJO LA DOMINACIÓN VISIGODA

Como más arriba he dicho, las invasiones de los bárbaros no supusieron una solución de continuidad con la época anterior o Bajo Imperio romano. Bien es verdad que muchos de estos pueblos habían vivido durante largo tiempo como limitáneos o fronterizos de las posesiones más alejadas de Roma. No se dio esta convivencia solamente en las postrimerías de la época bajo imperial. Marco Tulio Cicerón (106-43 a.c.) que vivió en la última etapa republicana, nos dice: Suevos sibi vectigales facere, es decir, los Suevos se hicieron tributarios del Pueblo romano. Recordemos que este pueblo bárbaro, junto con los alanos y los vándalos, tanto asdingos, cuanto silingos, se dirigieron hacia la Península Ibérica, asolándola durante el año 409 d.c. y se establecieron en lo que hoy conocemos como Galicia en la que iniciaron un reinado que, tras muchas vicisitudes que no hacen al caso, duró hasta que el rey visigodo Leovigildo acabó con él allá por el año 584 de nuestra era. Durante tan largo periodo de convivencia entre los pueblos invasores y el invadido, es lógico que hubiese intercambio de culturas, siendo la mayor aculturación la que, procedente de la civilizada y sofisticada Roma, influyese en estas gentes carentes de todo tipo de civilización y que, como es lógico, adoptasen con suma rapidez todo lo referente a la administración pública y al sistema tributario.

QUIÉNES SOPORTAN LAS CARGAS FISCALES

Los visigodos, como la mayoría de los pueblos invasores de todos los tiempos de la Historia, al ser el pueblo y la clase dominante y dirigente, aunque constituyan la minoría en el país invadido, son los que menos sujetos están al pago de tributos. Hispania en este siglo V está poblada por una gran mayoría de hispano romanos o gentes de ascendencia indígena y en algunas zonas, la más recónditas, perduran todavía pueblos que han tenido poco o nulo contacto con la civilización romana. Estos hispano romanos son los que soportarán el peso de la carga fiscal.
Siguiendo la pauta de la dominación romana, el gobierno visigodo poseía grandes extensiones de terreno que necesitaba ser cultivado. El laboreo y cuidado del mismo fue encomendado, al igual que con los romanos, a los fiscales populi, o pueblos fiscales, también llamados siervos fiscales a quines podemos considerar como antecesores de los siervos de la gleba que eran los totalmente desposeídos y que estaban adscritos al cuidado del terreno propiedad de un señor y que, cuando se transfería la propiedad del mismo, los mencionados siervos constituían un elemento más de la trasferencia, como podían serlo los aperos de labranza, de tal manera que las tierras, sin hombres adscritos a ellas que las cultivasen y obtuviesen su correspondiente rendimiento, carecían de valor. Un ejemplo que confirma esta aseveración lo tenemos en al caso de la donación de una finca del Fisco que hizo Leovigildo al Abad Nuncto al que juntamente le entregó los siervos fiscales que la cultivaban, ya que, en caso contrario, posiblemente el referido abad, hubiese declinado tal donación. Además de éstos estaban los privati possesores, o propietarios libres, dueños de, ya pequeñas, ya grandes propiedades que, unidos a los anteriores, estaban obligados al pago de los tributos. Los primeros, es decir, los pueblos del fisco estaban obligados a entregar al erario público una renta, gran parte de la cual era en productos del campo, por el usufructo de las tierras de la Corona que, como patrimonio real, explotaban. La contribución de los segundos, o sea, la de los privati posesores, no debería diferir de la de los primeros tanto en cantidad cuanto en calidad. Tampoco el clero estaba exento de pagar al erario real determinadas contribuciones, ya que en el XVI concilio de Toledo, se determina que los obispos hispanos habrán de satisfacer determinadas aportaciones económicas al fisco regio.
Otro grupo sobre el que recae la obligación de contribuir al Erario regio es el de los judíos, quienes estaban obligados a pagar un tributo especial cuyo importe, por ahora, es desconocido. Según el tomo regio que Egica envió en el año 693 al XVI Concilio de Toledo, parece desprenderse que a este pueblo se le señalaba un monto total que había de ser abonado al Fisco por los representantes de las comunidades judías que, a su vez, se encargaban de recaudarlo a los componentes de las mismas. Se da aquí como una especie de encabezamiento, cuyo antecedente lo hemos visto en la Roma de Diocleciano y, como hemos dicho, volveremos a verlo en otros momentos de la Historia.

LOS EXENTOS DE CONTRIBUCIÓN

Éstos constituyen la gran masa del pueblo invasor, o sea, los visigodos con poder, dentro de los cuales se encuentran los magnates, los nobles y los conocidos como potentes, es decir, los poderosos. Según Sánchez Albornoz, esta situación se explica por la persistencia a lo largo de los siglos VI y VII de la originaria inmunidad tributaria de los godos. Con las invasiones, el terreno conquistado y requisado a sus antiguos propietarios, se repartía entre el pueblo invasor y los antiguos poseedores, por la fórmula conocida como sortes, es decir, las tierras del antiguo dueño se repartían por suertes o sorteo entre su anterior dueño y el nuevo conquistador. Los visigodos, en virtud de esa inmunidad tributaria, no tenían obligación alguna de satisfacer ninguna clase de tributo, siendo los segundos, los privati posesores, de los que hemos hablado, los que sí estaban obligados a soportar la carga tributaria. Sin embargo, dentro de éstos, hubo algunos que también se vieron libres del pago de impuestos. Éstos fueron los pertenecientes a las grandes y poderosas familias de los hispano-romanos que, durante los siglos VI y VII, se incorporaron a la oligarquía nobiliaria, desempeñando importantes cargos políticos y administrativos.

FORMA DE RECAUDACIÓN

La antigua tarea recaudatoria de la vieja asamblea romana pasó a depender de los funcionarios públicos de la Administración territorial, al frente de los cuales se encontraba el Conde del Patrimonio que era la máxima autoridad de la organización fiscal del reino. Dependiendo de él se hallaban los demás funcionarios reales: condes, iudices, vicarios, vilicos, etc, que representaban a la autoridad fiscal dentro de sus respectivos distritos, siendo los administradores de las rentas del patrimonio real a la vez que los responsables de entregar al Erario el monto total de los impuestos íntegros que hubiesen recaudado anualmente. Esta responsabilidad llegaba a tal extremo que, caso de no aportar la parte que le cupiese a cada unidad territorial, deberían abonar el duplo del valor de lo no recaudado o que, habiéndolo hecho, lo hubiesen retenido en su poder.
A grandes rasgos y sin entrar en mayores digresiones, ya que tampoco vienen al caso, podemos decir que este era el gran esquema de la recaudación tributaria en la España visigoda.

DOMINACIÓN MUSULMANA

Es de todos conocido que en el año 711 de nuestra era se produce la invasión de la Península Ibérica por los pueblos musulmanes. Éstos, aunque no contasen con un sistema tributario tan perfeccionado como los romanos que, ya hemos visto, heredaron los visigodos, sin embargo, en el Corán se preconizaba lo que se llamaban impuestos legales que consistían en las contribuciones que todo musulmán había de hacer a la Hacienda pública, así como los que también deberían aportar tanto los cristianos, cuanto los judíos, puesto que se les consideraba tributarios del Islán. Paralelos a éstos se encontraban las contribuciones no legales que consistían en las cargas que imponían los Príncipes de forma extraordinaria y accidental. Tenemos pues una gran diferencia con el concepto de contribución impuesto por los visigodos, pues hemos visto que éstos, como pueblo vencedor y dominante gozaba de una inmunidad tributaria que los musulmanes, también vendedores y dominantes, no poseen, pues la ley revelada no los eximía de ellos. Además de estas contribuciones extraordinarias también deberían pagar la quinta parte del botín procedente de la guerra -no olvidemos que la expansión de los pueblos islámicos es un continuo guerrear-, las herencias vacantes y lo correspondiente a los monopolios del Príncipe, tales como la fabricación de telas preciosas que se trabajaban en los talleres de palacio y la acuñación de moneda.
Dentro de los impuestos legales que todo musulmán tenía que pagar, se encontraba el diezmo que, como limosna, el creyente había de aportar tanto pos sus bienes inmuebles, cuanto de los muebles, ya fuesen cosechas, ganado o mercancías. Los impuestos legales que recaían sobre los infieles, es decir, cristianos y judíos, consistían en una capitación personal y un tributo territorial, cuyo monto se designaba anualmente y que tenía que abonar por el usufructo de la tierra, ya que, en principio, no gozaron de la propiedad plena de la misma. Caso de que se convirtiesen a la nueva religión, también tendrían que pagarlo, aunque ya como propietarios de pleno derecho de sus campos. Los impuestos no legales, más usuales, que los musulmanes tenían que pagar, aún no estando muy conformes con ello, consistían en una capitación mensual y el derecho de venta o qabala que recaía sobre todas las ventas que se realizasen en los zocos, cuyo importe iba en función del valor del producto vendido. Este impuesto, al igual que otros muchos de Al-Andalus será recogido por los Reyes de la Reconquista y se conocerá como la cabala o alcabala. Además de esta qabala, toda transacción mercantil que se realizase en los zocos estaba gravada con un diezmo, conocido como el diezmo del zoco, que recaía sobre todos los productos que entrasen en una ciudad con objeto de venta

ORGANIZACIÓN FINANCIERA

Todo el conjunto de los servicios de la Administración financiera, estaba recogido por la dirección general de Hacienda que estaba integrada en la Corte del Príncipe quien entregaba la dirección de la misma al Visir. Este Visir o Secretario de Hacienda contaba con tesoreros, intendentes y contadores jurados que inspeccionaban esta administración. De la misma manera que, tanto en la época romana, cuanto en la visigoda, las ciudades eran unas unidades administrativas contributivas, los musulmanes contaban, en las ciudades capitales de distrito, o coras, con oficiales y agentes del fisco, tales como los recaudadores de los distintos impuestos, que se encontraban bajo el mando de los inspectores y los cajeros. La importancia de éstos últimos era muy considerable, ya que los ingresos por impuestos no se remitían directamente al Tesoro público, sino que estos cajeros pagaban todos los gastos públicos originados, con los impuestos recaudados y lo sobrante lo remitían al Tesoro real.
Muchos de estos gravámenes, así como la forma de recaudarlos, por ejemplo el arrendamiento del cobro de los mismos, los encontramos en una época tan lejana, tanto de los visigodos, cuanto de los musulmanes, como el siglo XVI y, algunos de ellos, haciendo todas las salvedades posibles, han perdurado hasta nuestros días, como el encabezamiento, pues como tal podemos considerar la forma de contribución que hoy se conoce como evaluación global.

LA APORTACIÓN TRIBUTARIA EN EL REINADO DE CARLOS I

Hemos visto, aunque de forma muy somera, cómo desde la época del Bajo Imperio Romano y tras las reformas, especialmente tributarias, efectuadas por Diocleciano, hay un hilo conductor en materia hacendística que, pasando por las distintas invasiones y culturas que han conformado nuestro país, ha llegado casi a nuestros días. Bien es verdad que nosotros en este siglo que vivimos no podemos entender muy bien el concepto de la aportación que, como impuestos, gravámenes, gabelas, etc., deberían hacer nuestros antepasados a la Hacienda real. Todavía en el siglo XVI perduraba la idea que se remonta a los primeros albores de las monarquías, por la que los Reyes consideraban el territorio regido por ellos como una propiedad patrimonial particular. Conocemos múltiples casos en la Historia en los que los Reyes han dividido la unidad territorial que ellos gobernaban entre sus hijos, de forma que, a su muerte, cada uno de ellos ha recibido, como si de una finca se tratase, una porción que, como herencia, obtenían, dando lugar en muchos casos a encarnizadas luchas fratricidas que el único bien que han aportado ha sido la pobreza y desolación al pueblo. Esta idea de finca o terreno particular, todavía estaba vigente durante el reinado del Carlos I y perduró durante siglos posteriores.
Este concepto de que el territorio gobernado por un rey es propiedad particular suya, trae como consecuencia que los habitantes del mismo han de abonarle a su propietario unas cantidades que son consideradas como rentas, pues dentro de este criterio quienes en él viven, tienen que pagar al titular del mismo un alquiler o renta por los beneficios que reciben, por disfrutar de ese bien. Por eso, en los documentos de la época que estudiamos, la palabra renta es la que se emplea para definir lo que hoy conocemos como tributos. Estas rentas, al igual que hoy ocurre con los tributos, son el sostén principal de la Hacienda Real y el monto que se recaude por ellas posibilitará, en la medida de lo posible, que Carlos, ya como Rey de España, ya como Emperador, pueda hacer frente a los cuantiosos gastos que le originarán las continuas guerras que tendrá que llevar a cabo, bien con el Turco, bien con el Francés, bien con los príncipes europeos que han adoptado la naciente doctrina de Lutero.

DISTINTOS CLASES DE INGRESOS DE LA CORONA

Las aportaciones que hace el pueblo al Erario público, durante la época que estudiamos, son principalmente de dos clases: los ingresos ordinarios y los extraordinarios, éstos, podemos decir, constituyen las piedras fundamentales que sostienen todo el aparato recaudatorio de la Corona. Dentro de los primeros, es decir de los ingresos ordinarios, tenemos las alcabalas y las tercias. A los segundos corresponden los Servicios reales, tanto ordinarios cuanto extraordinarios. Estas cargas que recaían sobre los ciudadanos, aunque no eran impuestos directos, en el sentido que se les da hoy, el Rey tenía la misma certeza absoluta de que los cobraría, que tiene en nuestros días la Hacienda estatal respecto al I.R.P.F., por ello, la mayoría de las ocasiones, nuestros monarcas tomaban dineros prestados, hipotecando el cobro de estas rentas. La acuciante y continua necesidad de dinero efectivo que han tenido siempre nuestros monarcas les llevó, desde los tiempos de los RR.CC., a recurrir a continuos empréstitos que, como un dogal, fueron asfixiando continuamente la Hacienda castellana, bordeando peligrosamente la bancarrota, en tiempos de Carlos I, cosa que sí sucedió, en muchas ocasiones, con sus sucesores. Había otros tipos de ingresos que, aunque su cobro era más aleatorio, engrosaban las arcas reales, pero, de forma general, podemos decir no se empleaban como aval o garantía para los préstamos que los reyes recibían de sus acreedores.
Dado que las alcabalas, las tercias y los servicios reales constituían, como hemos dicho, las fuentes principales de las que se nutría la Hacienda castellana, haremos una breve exposición sobre cada una de ellas.



LA ALCABALA

Su cobro recae sobre toda compraventa o trato que se realice dentro del Reino y, por su naturaleza, queda anulado ante él, de forma general, todo tipo de exención de la que puedan gozar los privilegiados. Ya hemos hablado de que, durante la ocupación musulmana de nuestra Península, existía un tributo conocido con el nombre de qabala que, en líneas generales, podemos considerarlo como un antecesor de la alcabala que se cobra durante la Reconquista y con posterioridad, pues en tiempos tan lejanos al siglo XVI, como son aquellos en los que vivió el Cid, es decir, en el siglo XI, ya se habla de que tanto éste, cuanto su esposa Dª Jimena, al hacer cierta donación, se refiere que, dentro de ésta, se incluyen las máximas y mínimas alcabalas. Esta línea de continuidad entre la qabala musulmana y la alcabala cristiana, pone de manifiesto lo que hemos referido que los gobernantes recogen conceptos y formas tributarias de épocas anteriores y las adaptan o modifican, según venga el caso, a las necesidades del momento.

¿QUIÉNES LA PAGAN?

Aunque, en principio, ésta sea un impuesto universal y ante ella desaparecen la mayoría de las exenciones, sin embargo, en la práctica no ocurre así, ya que hay casos de personas, entidades y hasta localidades enteras que estaban libres de tal aportación. Se encontraba exento de abonar dicho gravamen, en primer lugar, el Rey en las ventas que llevase a cabo, aunque no lo estaban todos los que, en su nombre, comprasen o vendiesen. También se veía libre de él la Iglesia, los clérigos y quienes a ellos le vendiesen, aunque sí tenían que pagarlo si lo hacían como mercaderes o mediante un trato o negociación. Tampoco tenían que satisfacerlo ciertas villas y castillos fronterizos.
Están obligados a su pago los pecheros, la alta y baja nobleza y los vasallos de señores. En algunos casos, ciertos hidalgos, como los Caballeros Veinticuatro de Córdoba, no tenían obligación de pagarlo, pero en la práctica sí lo hacían. De forma general, no exageramos si decimos que era el impuesto más universal de la época, comparable, con las salvedades oportunas, a nuestro I.R.P.F.


LAS TERCIAS REALES

Los reyes castellanos, durante la época de la Reconquista, se vieron favorecidos por los Papas con aportaciones de dinero correspondiente al patrimonio eclesiástico, dado que la lucha que se libraba contra los infieles en suelo hispano, era considerada como una Cruzada. Bien es verdad que, cuando los reyes cristianos conquistaban terreno a los musulmanes, hacían grandes donaciones y dotaban a los obispados, iglesias y monasterios que se erigían tras la ocupación, con dádivas, en ocasiones muy generosas, que resarcían a la Iglesia de lo que ella hubiese aportado con motivo de la nueva posesión. Una de estas concesiones fue la que otorgó el Papa Inocencio IV, en 1.247, a Fernando III, con motivo del asedio a Sevilla y que se conoce con el nombre de tercias reales. Esta contribución se detraía del diezmo eclesiástico que los fieles habían de abonar a la Iglesia y que en tiempos remotos lo habían cedido los Reyes a la misma. El diezmo, o décima parte de todos los productos agrícolas y pecuarios, al ser cobrado por la Iglesia, lo dividía ésta en tres partes. Una de ellas iba destinada a la reparación y conservación de templos e iglesias, por ello también se conocía como diezmo de las iglesias. Dos novenas partes de este tercio, o lo que es lo mismo el 7,40% del diezmo, fue lo que la Iglesia otorgó a los monarcas españoles en tiempos de la Reconquista. Esta porción alícuota recibió el nombre de tercias realas, como más arriba hemos dicho. Este tributo, como tantos otros, que en principio fue concedido por un tiempo limitado, se convirtió y consolidó como uno más a abonar por el pueblo, aunque su monto, como hemos dicho, se detrajese del tercio de las iglesias que, como sabemos, era una parte del diezmo.

LOS SERVICIOS REALES

Es de sobra conocido por todos, la constante necesidad de numerario efectivo que ha aquejado continuamente la tesorería de todos los monarcas españoles. Esta constante falta de dinero, posiblemente, fue más acuciante durante la etapa de la Reconquista, dadas las continuas guerras contra los musulmanes que ocupaban la Península Ibérica. En tiempos de Carlos I, la Reconquista ha terminado, con la ocupación por sus abuelos del Reino de Granada, pero Carlos no se va a ver libre de nuevas luchas y contiendas, esta vez no llevadas a cabo en el solar hispano, sino allende los Pirineos. Tres frentes tuvo que afrontar el Emperador y, a nuestro juicio, debieron de hacerle la vida imposible, ya que de tres formidables enemigos se trataba. Uno de ellos fue el Rey de Francia Enrique II, el otro fue el Turco que con sus continuos ataque había llegado a poner en Peligro Centro Europa con el asedio de Viena y el tercero fue el movimiento protestante que, a la larga, acabó dividiendo la unidad católica europea, tan ansiada por Carlos. Ante esta ineludible necesidad de combatir, la penuria económica de Carlos fue constante, por ello se vio en la necesidad de recurrir a las Cortes castellanas en demanda de nuevos subsidios dinerarios. Esta petición extraordinaria de dinero tenía que autorizarla las Cortes de forma que, una vez aceptada por ellas, al pueblo no le quedaba más remedio que contribuir con la cantidad que las Cortes le hubiesen otorgado al Monarca. Esto es lo que se conoce con el nombre de Servicios reales, que, en principio, fueron esporádicos y extraordinarios y, como la mayoría de los tributos, se constituyeron en una aportación más del pueblo y de extraordinarios pasaron a ser ordinarios aunque, además de éstos, también se le otorgaron otros extraordinarios, ambos con periodicidad constante. Al ser una contribución que debían de abonar los pecheros su forma de recaudación, en principio, se hacía mediante repartimiento entre éstos de la cantidad que la Hacienda real asignaba a cada ciudad después de haber dividido el importe total otorgado, entre el número de pecheros del Reino. La ciudad, en múltiples ocasiones, también lo recaudaba mediante el procedimiento de imponer una sisa a los productos de venta en el mercado. La sisa es una porción que se detrae de la mercadería que se vende y esta parte se entrega como aportación contributiva. Pongamos un ejemplo para facilitar la comprensión de este sistema recaudatorio: si en nuestros días se impusiese una sisa del diez por ciento sobre cada kilo de carne, el carnicero debería expedirnos novecientos gramos y cobrarnos mil. Los cien gramos pagados y no recibidos constituirían la sisa que el comerciante habría de entregar a la Hacienda pública. En la práctica esta forma de cobro es casi irrealizable. Por ello la sisa de la mercancía se transformaba en una elevación del precio de la misma y esta porción que se aumentaba era la que recibía el tesoro público, una vez llevado a cabo su cobro por el Ayuntamiento. Si se gravaba la libra de pescada con un maravedí y el precio de ésta, sin el gravamen, ascendía a dieciséis maravedíes, el pescadero cobraba diecisiete, debiendo entregar el maravedí recibido por sisa a los recaudadores municipales o a quienes hubiesen arrendado el cobro de la misma.



¿QUIÉNES ESTÁN OBLIGADOS A PAGAR LOS SERVICIOS REALES?

Como hemos dicho anteriormente este gravamen recae sobre los pecheros, pero en caso de que se cobre por sisa, el vendedor del producto desconoce quiénes lo son y los que no están obligados a su pago por ello. A la hora de expender el producto, cobra el importe de la sisa a todo el que lo adquiera y, los que no están obligados a satisfacerlo, tienen derecho a resarcirse de lo que han abonado sin tener que hacerlo. En las Actas capitulares del Ayuntamiento de Córdoba nos hemos encontrado con múltiples casos en los que las personas que están exentas de su abono le reclaman al Regimiento cordobés la devolución de lo que han pagado indebidamente. La devolución de este importe improcedente se conoce con el nombre de refacción y goza de ella el cuerpo eclesiástico en general, ya sean los sacerdotes seglares, cabildo catedralicio y restantes, ya sean los frailes y también los familiares de la Santa Inquisición. Sin embargo, no hemos hallado ningún caso en el que los hidalgos lo reclamen, por lo que podemos aseverar que éstos no estaban libres de pagar el importe correspondiente a los Servicios reales.

PROCEDIMIENTOS DE RECAUDACIÓN DE TRIBUTOS EN EL SIGLO XVI

Posiblemente a nuestra mentalidad, acostumbrada a una única Hacienda estatal pública y a una forma de pago directa, en cuanto a impuestos que han de revertir en las arcas del Estado, se le haga gravoso entender que ha habido medios de cobro de los mismos, distintos a los que hoy conocemos y que haya habido personas, que sin pertenecer a la administración pública, hayan podido recaudar gravámenes de competencia gubernamental. En el siglo XVI esto era habitual, por ello, dentro de las distintas formas de cobro de los mismos se encontraba la del arrendamiento de la que seguidamente vamos a hablar, por ser ésta una modalidad más de percepción de las cargas contributivas.
Por el orden de su utilización e importancia, enumerándolos de menor a mayor, éstos eran los siguientes: el cobro por fieldad, el repartimiento, el arrendamiento y, por último el encabezamiento. Éste, que se puso en práctica de forma general en Castilla, a partir de la época de Carlos I, junto con el arrendamiento que también fue el más extendido en siglos anteriores, fueron las formas más usuales de cobro de los tributos a la Corona.

EL COBRO POR FIELDAD

Podemos decir, salvando todas las distancia inherentes al caso, que era el más parecido a la manera en la que en nuestros días los sufridos contribuyentes aportamos al Estado parte de nuestro peculio particular, ya que, cuando se aplicaba esta modalidad, era la Hacienda real o la municipal las que recaudaban directamente lo que los ciudadanos habían de entregar. Posiblemente era el menos utilizado dado que, una u otra hacienda tenía que soportar las dificultades y los gastos que esto conllevaba. Los que efectuaban esta recaudación eran los fieles recaudadores, una especie de empleados del Ayuntamiento o de la Corona, que recibían directamente los impuestos. La mayoría de las ocasiones en las que se empleaba era cuando se desconocía el monto total que, por determinado tributo, la Hacienda real o la municipal iban a recaudar y por ello, se ponían en práctica hasta que se determinase otro procedimiento que, normalmente era el de arrendamiento. En las Actas capitulares hemos encontrado más de un ejemplo del empleo de esta particularidad, así como el nombre de ciertos fieles que la llevan a cabo en el caso del cobro del impuesto de la aduana, las penas de ordenanza o por la introducción sin autorización del vino de fuera del ruedo de Córdoba, defraudación muy castigada, cuyas penas por tal infracción se recogen debidamente en la correspondiente Ordenanza municipal sobre el vino de fuera.

EL REPARTIMIENTO

Ésta aunque, en teoría, debería de haber una modalidad más extendida que la fieldad, sin embrago, podemos decir que no era tan utilizada como ella. Cuando se adoptaba, tanto la Hacienda real, cuanto la municipal, repartían, de ahí su denominación, el importe a recaudar entre cada uno de los obligados a ello, los cuales tenían que contribuir con la cantidad que les hubiese sido asignada. Se empleaba, en muchas ocasiones, para el cobro de los Servicios reales, junto con la sisa, como ya hemos dicho. Para el cobro de estos Servicios, debería de haber sido en teoría, la única práctica de recaudación, dado que a este pago estaban obligados los pecheros y, puesto que se contaba con un censo de los que, como tales, existían en cada ciudad, hubiese bastado repartir entre los mismos la cantidad que la Hacienda real asignaba a cada municipio como parte alícuota que le correspondía a entregar del monto total que las Cortes hubiesen concedido al monarca.

EL ARRENDAMIENTO

Puesto que este procedimiento ofrecía múltiples ventajas, tanto a la Hacienda real, cuanto a la municipal, dado que ambas se veían libres de todas las molestias que el cobro de forma directa implicaba, fue el más utilizado durante muchos siglos y coexistió con el encabezamiento, aún después de haberse generalizado éste. Cuando se empleaba esta forma de cobro, el procedimiento que se utilizaba era el siguiente: Una vez determinada la renta que así se iba a recaudar y el monto de la misma, las haciendas, bien la real, bien la municipal, convocaban una almoneda, o subasta pública, a la que deberían acudir los distintos licitadores que quisiesen que dicho cobro les fuese adjudicado, y pujaban públicamente, elevando la postura inicial. El postor que más dinero hubiese ofrecido, era, como es lógico, el adjudicatario de la recaudación de esa renta. Para que pudiese firmar el contrato correspondiente, acta de recudimiento era el nombre que recibía en aquella época, debería presentar previamente los avales que se le exigiesen y que le obligasen, caso de no llevar a efecto el cobro de la misma, o se alzase con el producto de ella, una vez recibido, sin entregarlo a la correspondiente hacienda, a que ésta se pudiese resarcir de lo no percibido. En las Actas capitulares del municipio de Córdoba y en muchos otros documentos de la época, hemos comprobado que este fraude se repetía con excesiva frecuencia y que va a ser una de las concausas que van a exhibir todos los interesados en que se implante de forma general el encabezamiento en Castilla, desde el mismo monarca, hasta los comerciantes, pasando por los Comuneros y los regidores de las ciudades. Por ello, opinamos que, posiblemente las fianzas, en algunas ocasiones, no pudiesen hacerse efectivas, o que los pleitos que, por tal motivo, la hacienda incoaba contra el recaudador fraudulento, eran tan largos y costosos que, de forma general, se invoca la implantación del encabezamiento. También se dan ocasiones en las que, después de haber sido adjudicado el cobro de una determinada renta al mejor postor, a éste, por no haber presentado fianzas suficientes y abonadas, se le retira el derecho a percibir la recaudación que se la había asignado. Esto lo hemos comprobado en una reunión del Cabildo municipal en la que el tesorero del Ayuntamiento, Cristóbal de Córdoba, pide a los Regidores que retire la autorización para recaudar ciertas rentas a determinados arrendadores, puesto que no han presentado las fianzas que estaban obligados

EL ENCABEZAMIENTO O CABEZÓN

Esta forma de recaudar los impuestos, a pesar de que se generaliza en Castilla durante el reinado de Carlos I, no es novedosa pues ya vimos cómo el Emperador Diocleciano, al hacer responsables a las ciudades del cobro de la parte alícuota, que le hubiese correspondido del presupuesto del estado, así como a los Colegios de profesionales de las cuotas que los afiliados a los mismos hubiesen de pagar como impuestos, implantó una modalidad muy similar a ésta. También durante la dominación visigoda, los dirigentes de las comunidades judías deberían entregar al Tesoro público lo que a cada uno de sus correligionarios le cupiese abonar en concepto de tributos. No hemos encontrado, sin embargo que esta modalidad estuviese vigente durante la ocupación musulmana de nuestra Península. No obstante, sí se dio algo similar durante la Baja Edad Media, cuando algunos municipios llegaron a un acuerdo con determinados monarcas, por el cual el Ayuntamiento de la ciudad se hacía responsable del cobro de los tributos de sus habitantes, recaudándolo ellos posteriormente. Ya con los RR. CC. se fue abriendo paso la idea de que esta manara de cobrar los tributos se habría de generalizar en Castilla. En algunos casos son los mismos reyes quienes la impulsan y pretenden que se imponga, pues en el año 1.511, el mismo Rey Fernando el Católico, envía un escrito a la ciudad de Córdoba por la que le pide que determinadas rentas se recauden mediante el procedimiento de encabezamiento.

¿QUIÉNES DESEAN QUE EL COBRO DE LAS RENTAS SE ENCABECE?

Los más interesados en ello, son, pues, los mismos reyes, a los que se les suman unas peticiones que los Comuneros realizan a Carlos I, en el año 1.520, a las que éste, en principio, no accede. De la misma manera, también muchos regidores de las ciudades, así como comerciantes, lo solicitan. Las razones que todos ellos sin excepción esgrimen para que se implante tal procedimiento son las continuas extorsiones y vejaciones que los arrendadores de rentas causan a los contribuyentes, así como los fraudes que llevan a cabo, cuando se alzan con lo recaudado sin entregarlo a la Hacienda real. Podemos decir que durante el primer tercio del siglo XVI este deseo es un clamor popular que se expende por toda Castilla. Atendiendo a éste, por el indudable beneficio que reportaba a la Hacienda real, como más adelante veremos, el rey Carlos otorga el Encabezamiento General del Reino a partir del año 1.537.
Pero además de las razones aludidas hay otras crematísticas que, aunque no aparecen explícitas en los documentos estudiados, sí se deducen al comprenden cómo funcionaba el encabezamiento. Cuando se empleaba este procedimiento, las cantidades que las ciudades han de abonar a la Corona permanecen inalterables durante muchos años. El primero que se le otorga a Córdoba y que tiene una validez de seis años, salvo el importe del primero de ellos, mantiene la misma cantidad que hay que pagar por las alcabalas, durante los cinco restantes. El primer encabezamiento general del Reino tiene una vigencia de diez años, es decir, se otorga en 1.537 y su importe permanece inalterable hasta 1.547. Las sucesivas prórrogas en las que fue ampliado, le dieron una duración total de veinticinco años, por lo que duró desde 1.537 hasta 1.561, cuando ya había fallecido Carlos I. Su hijo Felipe II, también otorgó al Reino distintos encabezamientos, aunque modificó los importes a pagar por los ciudadanos, pero una vez determinados, éstos permanecieron invariables por un número elevado de años. En principio este procedimiento consideramos que es negativo para las arcas reales ya que los ingresos a las mismas no aumentan. Sin embargo los reyes de la época parece ser que solamente tienen en cuenta los beneficios inmediatos que tal procedimiento les reporta. El más importante de ellos es que las ciudades de forma particular y también general, se comprometían con la Corona a ingresarle íntegra y sin menoscabo alguno la cantidad que les hubiese correspondido contribuir a la Hacienda real. Caso de que alguna ciudad no satisficiese el importe que le había sido asignado, las restantes adquirían el compromiso solidario de pagarlo entre ellas. De esta forma, ya se eliminaba la preocupación de que los recaudadores de rentas quebrasen o se alzasen con los dineros cobrados con el consiguiente perjuicio para la Hacienda real y los inexcusables pleitos que, por tal motivo, había de incoar, con las inevitables pérdidas, tanto de tiempo, cuanto de dinero, llevaba inherentes. Por ello, cuando se firmaba el contrato o carta de recudimiento que obligaba a las ciudades del Reino a pagar su importe íntegro, la Hacienda real tenía la indubitable certeza de que recibiría los dineros estipulados en él. Además, la continua falta de dinero efectivo que padecía la Corona le hacía recurrir casi constantemente a suscribir empréstitos, ya de particulares, ya de empresas bancarias. El pago de los intereses que, por tales préstamos, se hubiese determinado se situaba sobre las cantidades que las ciudades habían de abonar. Para ello se entregaba al prestatario un documento, denominado juro, que le daba derecho a cobrar directamente en la ciudad en el que se hubiese situado, los intereses que hubiese de recibir por el dinero prestado. Los nobles y los comerciantes también estaban interesados en esta modalidad del pago de las rentas, dado que de esta forma sabían previamente cuánto les correspondería abonar por las transacciones que llevasen a cabo durante un largo periodo de años, con el consiguiente beneficio que esto reportaba a su economía, ya que, aunque sus ventas aumentasen y, por consiguiente, sus beneficios, los impuestos a pagar permanecían invariables por mucho tiempo.

EL ENCABEZAMIENTO DEL REINO DE CÓRDOBA

Córdoba, como otras muchas ciudades castellanas, así como el reino de Galicia, ya habían conseguido con anterioridad al mencionado año 1.537 el encabezamiento de sus rentas. Este le es concedido, previa autorización de Carlos I, por la Hacienda real, a partir del año 1.534. Las Actas capitulares son muy ricas sobre las conversaciones previas llevadas a cabo por los Caballeros Veinticuatro reunidos en Cabildo, para conseguirlo, así como, una vez obtenido éste, sobre procedimiento para su puesta en práctica. Durante todo este proceso, a pesar de que hay una unánime conformidad en que a Córdoba le sea otorgado, tan sólo hay una voz discordante, la del Caballero Veinticuatro, Gonzalo Cabrera que sistemáticamente, durante el año 1.533, se opone el mismo y según sus propias palabra, lleva más de treinta años manifestando su negativa y disconformidad en que se lleve a cabo, posiblemente desde, como hemos visto, el año 1.511 en el que el Rey Fernando el Católico pide a Córdoba que encabece ciertas rentas.
Este encabezamiento particular a Córdoba se le otorga, como hemos dicho, a partir de 1.534 y con una validez de seis años, o sea desde el referido hasta 1.539, pero como, desde 1.537, ya se ha otorgado el General del Reino, el de la ciudad cordobesa se mantiene en su vigor hasta el año de su terminación y, a partir de 1.540, se acoge al que ya se ha implantado de manera extensiva en todo el reino castellano.




LAS RENTAS QUE SE ENCABEZAN EN CÓRDOBA Y SU IMPORTE

Durante todo lo expuesto con anterioridad, conscientemente, no hemos querido entrar en la pormenorización de todas las clases de rentas, gabelas y tributos que los monarcas españoles hacían recaer sobre las espaldas de los ciudadanos de la época, ya que éstos eran muchos y, en la mayoría de los casos, de complicado entendimiento para nuestra mentalidad. No obstante, al tratarse de las rentas que se incluyen en el encabezamiento particular de Córdoba y que también se contendrán en el Encabezamiento General del Reino, sí consideramos oportuno, por lo menos mencionarlas. Éstas eran las rentas mayores, las rentas menores, el almojarifazgo castellano y la alhóndiga, así constan en la carta de reducimiento que la ciudad de Córdoba recibe, en lo dos referidos cuando se le autoriza a llevar a cabo su recaudación de forma encabezada.
Durante la época que estudiamos, así como en las anteriores, no existe ni para el Reino, en general, ni para cada una de las ciudades que lo componen, en particular, lo que hoy conocemos con el nombre de Presupuestos del Estado o Municipales. Ya hemos visto, cómo en tiempos de Diocleciano, sí se confeccionaban, y el monto total de estos gastos previstos se repartía entra cada una de las unidades tributarias, intentando conseguir, como ya hemos dicho, el déficit cero. Tanto en la Baja Edad Media, cuanto en la Moderna, lo que sí se elaboraban, era lo que se conocía como averiguaciones que, a grandes rasgos, podemos definir como la cara opuesta de los presupuestos. Con estas averiguaciones, se lograba conocer con lo que cada ciudad o municipio había contribuido en años anteriores, cantidad que era mantenida, elevada y en algunos casos disminuida, como ocurre con el encabezamiento, y que era la que debería aportar para el año siguiente. El dinero recaudado tras estas averiguaciones era con el que el Erario público contaba para hacer frente a los múltiples desembolsos que tenía que soportar, por ello, la mayoría de las veces, por no decir todas, la cantidad recaudada, era insuficiente para afrontar el gasto público.
El primer encabezamiento, de forma particular, para la ciudad de Córdoba, como ya hemos dicho se le concede a ésta, desde el año 1.534 al 1.439 inclusive, pero las cantidades que se le asignan y que son las que tiene que aportar a la Hacienda real no son las mismas para los seis años mencionad. Como consecuencia de las averiguaciones de años anteriores, la ciudad debe pagar 10.191.571 maravedíes para el año 1.534; el monto asignado desde 1.535, y hasta el final del mismo, o sea hasta 1.539 es de 9.843.722 mrs. Como vemos la cantidad anterior ha sido disminuida, por un favor real, por haberse decidido Córdoba a solicitar el encabezamiento, en 378.848 mrs. anuales. Los pagos por las tercias reales no se incluyen en estos primeros años del encabezamiento, pero, a partir del general del Reino ya se integran bajo esta modalidad de recaudación y su importe anual asciende a 2.640.000 mrs., desde el año 1.537 hasta el final del reinado de Carlos I, o sea, el año 1.557.

LAS LIQUIDACIONES DE CUENTAS

Por periodos trienales se realizaban los ajustes de cuentas entre las ciudades del Reino y la Hacienda real. Se procedía a confeccionar, lo que, en aquella época, se conocía como Finiquito. Este ejercicio lo podemos considerar como lo que nosotros conocemos como un Balance, ya que constaba, aunque con distinto nombre, de los tres conceptos que abarca éste, es decir el Debe, el Haber y el Saldo. El Debe se denominaba entonces Cargo y constituía la cantidad que la ciudad había de abonar a la Corona por las rentas encabezadas. El Haber recibía el nombre de Data y estaba formado por todas las cantidades que la ciudad hubiese entregado a determinados particulares o entidades por el cobro de los intereses que, por el juro suscrito con la Hacienda real, ésta hubiese de abonarle. Al Saldo se la llamaba Finca y era la cantidad resultante del finiquito que, como en todo balance, puede ser positiva o negativa, tanto a favor de la Corona, cuanto al de la ciudad a la que se le hubiese practicado éste.
En estos rendimientos de cuentas, al desglosar la Data, se especificaba, dentro del primer año, uno por uno, el nombre y la cantidad que las personas particulares o entidades bancarias habían cobrado de la ciudad sobre la que se había colocado la recepción de sus intereses. Durante los años siguientes del trienio solamente se desglosaban los nombres de las personas que por primera vez cobrarían sus intereses en dicha ciudad, cuyos importes se añadían al monto total del año anterior, sin especificar sus perceptores, dado que ya habían sido relacionados con anterioridad. Estos documentos son muy interesantes, pues por ellos podemos conocer las personas y las entidades bancarias, en esta época todas extranjeras, ya de Italia, ya de Alemania, que disponían de cantidades importantes como para hacer empréstitos a la Corona. Salvando las distancias, nos atrevemos a decir que los juros, o sea, los documentos que se suscribían entre el prestatario y la Hacienda real eran equivalentes a lo que hoy día conocemos como Deuda pública. De hecho, cuado éstos desaparecieron, allá por el siglo XIX, se transformaron en documentos de dicha Deuda.
Además de las cantidades que por juros recibían las personas que prestaban dinero a la Hacienda real, había otros conceptos de pago denominados Libranzas. Éstas, de forma general, podemos decir que sus receptores las recibían por gracia o privilegio real, aunque en los finiquitos que hemos encontrado hemos hallado casos en los que quienes las cobran lo hacen por haber prestado dineros al Rey. Más arriba hemos dicho que la Data estaba integrada por los importes que la ciudad hubiese abonado, por cuenta de la hacienda real a particulares o entidades mercantiles, por ello, dentro del cuerpo de ésta se recogían también las cantidades pagadas por libranzas, desglosándose, año por año, los nombres de los beneficiados.
Las cantidades que, tanto por juros, cuanto por libranzas, se colocaban sobre las ciudades, estaban tan ajustadas a lo que éstas habían de abonar a la Corona, que la finca o saldo, bien era mínima a favor de la Corona, o bien ésta resultaba muchas veces deudora de la ciudad. Éste, junto a la inamovilidad de les rentas, a nuestro juicio, fue uno de los grandes perjuicios que el Encabezamiento causó a la Hacienda castellana, puesto que, al contar con la seguridad de cobro de las rentas, se pedían dineros prestados que, como en todo préstamo, había que pagar intereses cuyo cobro se colocaba sobre las rentas de las ciudades. Pero era tal la necesidad de dinero efectivo que continuamente tuvieron nuestros monarcas que el importe de las rentas ya lo habían cobrado por adelantado al recibir los préstamos, con lo que éstas quedaban hipotecadas continuamente. Por ello, entendemos que la Corona, al desear y casi imponer el encabezamiento al Reino, se echó un dogal al cuello que fue uno de los causantes de las bancarrotas que sobrevinieron después del reinado de Carlos I

APORTACIÓN TRIBUTARIA DE CÓRDOBA AL REINADO DE CARLOS I

Aunque no hemos hallado todos los finiquitos correspondientes a la totalidad del reinado de Carlos I, sí hemos encontrado tres finiquitos que abarcan nueve años en total. Éstos son los pertenecientes a los años de 1.534 a 1.539 inclusive y de 1.546 a 1.548, en total nueve años, pero dado que la cantidad por la que tiene que tributar Córdoba en el año 1.534 es igual a la de los años anteriores, ésta nos ha servido de base para suponer que, desde 1.518, hasta 1.533 último año en el que las rentas se cobran por el sistema de arrendamiento y que es igual a la que, ya Córdoba encabezada, se paga en 1.534, es la misma desde el mencionado 1.518 hasta 1.533. Durante el periodo del encabezamiento, ya hemos dicho que las rentas no se modifican, o si lo hacen es en cantidad no apreciable, por ello, para los años en los que no hemos tenido conocimiento de los finiquitos, hemos manejado las mismas cantidades que para los que sí. Además como también hemos exhumado los documentos de la prórroga del primer encabezamiento nos hemos valido de los importes consignados en ellos para considerarlos como iguales a los de los años en los que documentalmente desconocemos lo que la ciudad de Córdoba paga a la Corona, por lo que el monto total que, por alcabalas, ha satisfecho a la Hacienda real, asciende a 641.462.930 maravedíes. Las tercias, es decir, la otra exacción que, junto con las alcabalas integraban las rentas, las hemos conocido por los referidos escritos de prórroga del primer encabezamiento en los que se dice que, a partir de 1.537, Córdoba ha de abonar a la Hacienda pública anualmente 2.640.000 maravedíes, o sea, 200.000 menos que los años anteriores, ya que se considera agraviada porque tiene que pagar por alcabalas más que lo que le corresponde. Por lo tanto, si en 1.537 abona 200.000 mrs. menos que en los años anteriores, quiere decir que en éstos ha debido de pagar 2.840.000, por lo tanto la suma que Córdoba ha abonado por tercias en el mencionado periodo, asciende a 108.472.400 mrs. Las cantidades que, por Servicios reales, Córdoba ha debido de pagar al fisco, hemos llegado a conocerlas, sin lugar a duda. Por cada cien millones de maravedíes que el Reino hubiese de entregar a la hacienda real, Córdoba tenía que aportar 5.312.000, o lo que es igual un 5.312%, hasta el año 1.539. A partir de 1.540, se le hace una rebaja de 393.000 mrs. por lo que ese porcentaje se reduce al 4.91%. Dado que conocemos todas las cantidades que el Reino tuvo que abonar por Servicios en los años de reinado de Carlos I, ha bastado aplicar dichos porcentajes sobre las cantidades aprobadas por las Cortes castellanas, como pago de Servicios. El resultado de esas operaciones nos ha llevado a concluir que por este impuesto la ciudad cordobesa entregó a las arcas reales durante el mencionado periodo la cantidad de 209.854.781. Sumando las cantidades de las alcabalas, las tercias y los Servicios obtenemos el monto total con el que Córdoba contribuyó a las arcas reales, durante el reinado de Carlos I y éste asciende a 959.790.111 maravedíes.

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