2/1/09

CHELÍN

(RECUERDOS DE UN NIÑO DE LA POSGUERRA)

Nadie sabía por qué lo llamaban así. Su nombre era Miguel. Si le hubiesen llamado “Guelito”, “Guélete” o “Guelillo”, la cosa tendría un paso. Pero, ¡mira que llamarlo Chelín!
Algunos aseguraban que, un maestro que presumía de que antes de la guerra había estudiado algo de inglés, al verlo tan delgaducho y no muy alto, le había puesto ese nombre, comparándolo con la moneda inglesa o porque Miguel se dice en inglés Michel. ¡Vaya usted a saber! Lo cierto es que todos lo llamaban así y, como a él no le importaba, respondía siempre que lo interpelaban de esa forma.
Su maestra, que tanto lo quería, le había dicho que siempre se debería sentir orgulloso de su nombre, ya que éste es el del mejor general que existe en el Universo, puesto que lo ostenta el arcángel que, frente a los ejércitos celestiales y con sus ígneas espadas, combatió contra Lucifer y sus ángeles rebeldes cuando se sublevaron contra Dios y que al grito de “Quién cómo Dios” (eso es lo que significa su nombre), los arrojó al Infierno desde el sagrado Cielo.
Nosotros también lo llamaremos así, ya que a él no le importaba.
Tenía ocho años, era un poco más bajito que los niños de su misma edad, sin embargo era todo nervio y músculo. Nunca podía estarse quieto. Su madre le decía que era “un rabo de lagartija”.
Tenía el pelo como ala de cuervo. Una cabeza bien proporcionada. Los ojos eran de un negro intenso. Dentro de ellos brillaba una chispa de viveza e inteligencia que llamaba la atención de la gente. Sus orejas eran pequeñas y los del lugar le decían:”Chelín tu vas a vivir mucho porque tienes unas orejas muy chicas” (Cosas de los pueblos).
Corría como un gamo, pero cuando más velocidad alcanzaba y dejaba a todos atrás era al hacerlo de puntillas. Entonces, más que correr volaba.
Sus manos eran ágiles y ligeras para atrapar una mosca en el aire o una avispa que estuviese quieta.
Casi siempre se estaba riendo. Reía por nada. Veía volar a un pájaro y se sonreía porque era libre y podía surcar el cielo a su placer. Era un niño alegre y feliz.
Había nacido al mes siguiente en el que Franco proclamase la victoria de las tropas nacionales.
Su hermoso pueblo, desde el inicio del conflicto, estuvo en el llamado bando nacional, por lo que no sufrió las consecuencias físicas devastadoras de la contienda.
Su padre era un artesano que trabajaba por su cuenta.
Un autónomo, lo llamaríamos hoy.
Siempre que realizaba algún trabajo a gentes pudientes, se lo cobraba mitad en especie, (trigo, garbanzos, lentejas, habichuelas o cualquier otra clase de alimento) y mitad en dinero, por lo que el fantasma del hambre, aunque la rondó, nunca llegó a entrar en su casa, en la que había tres arcas siempre llenas de legumbres de todas clases.
Aunque era muy joven cuando comenzó el conflicto, no tenía ni treinta y un años, no fue llamado a filas, por lo que tuvo que combatir.
Le encomendaron la tarea de realizar unos servicios auxiliares en el mismo pueblo. De esta manera sus hijos no se vieron privados ni de su cariño ni protección.
Su casa tenía dos plantas. A la entrada había un zaguán, a cuya izquierda se encontraba el taller de su padre. Después había un pasillo, que tenía una habitación más pequeña, también a la izquierda con una puerta que daba aun gran salón que servía de estancia y comedor. De éste, tras subir tres escalones se pasaba a una gran cocina, provista de una despensa en la que su madre guardaba las cosas de comer así como los utensilios de cocina.
En el mismo muro de la cocina había una fresquera con puertas de enrejado metálico en la que se conservaban los alimentos que era preciso es estuviesen más frescos
El pasillo continuaba y, también a la izquierda, había una escalera, que hacía un arco, por la que se subía a las habitaciones superiores. Ésta, al final, se bifurcaba en dos, dando acceso a los dormitorios, también a la izquierda. Uno para sus padres y otro para los niños.
Por la parte derecha se entraba a una gran sala que había servido de atroje y en la que se colgaban los chorizos, morcillas y jamones, después de la matanza y estaban las orzas con las aceitunas, los chorizos, el lomo y las pajarillas todo en manteca. Le llamaban pajarillas, pero eran los hígados previamente fritos y troceados de los marranos.
También colgaban del techo dentro de unas redes confeccionadas para cada uno unos cuantos melones que serían consumidos por Noche Buena
Además había unas enormes arcas en las que, entre paja se guardaban manzanas, granadas membrillos y otras frutas para que no se echasen a perder y poder consumirlas cuando no era tiempo de ellas.
El pasillo continuaba hasta un gran patio en el que había una alta palmera. Un jazmín, una dama de noche, varias macetas con colocasias, hierbabuena, albahaca y algunos que otros geranios. Las noches de verano era una delicia sentarse en el mismo perfumado con el olor a jazmín, dama de noche y albahaca
Luego había una puerta que daba a un corral en el que se criaban unas gallinas. También había un limonero, un naranjo y un peral.
En el mismo corral había una corraleta, en la que siempre se criaban por lo menos dos cochinos que serían sacrificados a principio del invierno.

LAFIESTA DE LA MATANZA

Las matanzas se hacían en casa de sus abuelos, que tenía una cocina enorme.
Allí se juntaban sus padres y sus tíos y era un verdadero día de disfrute y jolgorio para él, sus hermanos y sus primos.
Estos días de matanza, bien temprano, su padre su madre, sus tíos y tías y las niñas mayores, conducían los cochinos a casa de los abuelos.
Lo primero que hacían era poner unos enormes calderos de agua a hervir.
Después los varones procedían al sacrificio de los marranos, hundiéndole un afilado chulillo en la yugular por la que comenzaba a manar sangre a borbotones que recogían en unos lebrillos.
Mientras, las mujeres se dedicaban a picar muchas cebollas con la consiguiente producción de lágrimas que esto origina.
Después mezclaban éstas con la sangre extraía a los cerdos y hacían una masa a la que también ponían tocino troceado y salaban convenientemente e introducían en máquinas picadoras de carne a cuya salida aplicaban un artilugio en forma de embudo, y al que, por su parte más estrecha embutían las tripas de los cerdos, una vez lavadas y bien limpias.
Anteriormente habían atado un extremo de la tripa con un bramante.
Empezaban a picar aquella masa e introducirla en la tripa, que, una vez llena era anudada en el otro extremo y ya estaba la morcilla hecha.
Cuando habían acabado con toda la masa las ponían al fuego lento dentro de otros calderos para que se fuesen cociendo y después las colgaban en unas cañas, previamente colocadas en el techo de la cocina para que comenzasen a secarse.
Los hombres, mientras se habían afanado en pelar los marranos introduciéndolos en unas grandes artesas a las que llenaban con el agua hirviendo, para eliminarle toda la pelambrera.
Llamaban al veterinario para que analizase la carne y diese el visto bueno de que era apta para comerla.
Inmediatamente después procedían a abrirlos en canal y despiezarlos y cortar los jamones, al los que les hacían una incisión en la vena femoral y le extraían toda la sangre a fin de que no se corrompiese y estropease la curación del pernil.
Rápidamente los enterraban en sal gruesa y allí quedaban durante un tiempo. Pasado el cual los colgaban en el techo del troje, para que se curasen
También extraían los lomos que troceaban y ponían en adobo, para después freírlos y conservarlos en manteca.
Los restos los picaban para preparar la masa de los chorizos. Ésta consistía en la panceta, las carrilladas y los restos que no se iban a emplear en otra cosa, así como una buena porción de tocino.
Lo salaban y mezclaban con bastante ajo que ya habían troceado en pequeñas porciones antes.
A continuación procedían como con las morcillas, pero sin cocerlos y, como éstas eran, suspendidos de unas cañas para que se secasen.
La enjundia o manteca de los cochinos la derretían en grandes peroles. Cuando se había licuado, la colaban y separaban de ella los residuos de las pellas de las mismas con los que, preparaban, tras freírlos, unos exquisitos chicharrones, que se comían antes de la gran comilona de la matanza.
En esta enjundia introducían el lomo ya frito y adobado, los chorizos, cuando estaban secos y las pajarillas. Guardándolos en distintas orzas y que servirían para consumirlos durante el invierno.
Chelín y sus primos, los que no ayudaban en las faenas que había que hacer, se lo pasaban en grande. Sus madres, una vez limpias las vejigas urinarias de los cerdos, se las daban para que las inflasen y jugasen con ellas como si fuesen pelotas.

LOS HERMANOS DE CHELÍN

Tenía un hermano y una hermana mayores que él. El hermano se llamaba Jesús y tenía manos y genio de artista. Pintaba de maravilla y era un “manitas” para todo.
La hermana que venía después de Jesús, se llamaba Francisca. Le gustaba mucho cantar y, cuando se juntaba con sus primas se ponían a entonar romances, que sabe Dios quién se los habría enseñado.
A Chelín, cuando las oía se le saltaban las lágrimas, por los temas de los poemas y, para que no lo viesen llorar, salía corriendo.
La última y pequeña era la más pizpireta que uno se pueda imaginar. Tenía gracia y encanto por arrobas. Estaba siempre alegre y contenta.
Los cuatro se llevaban bastante bien, salvo las pequeñas discusiones de entre hermanos por cualquier tontería.
Sin embargo, la madre siempre atenta, cuando estaba presente, las cortaba de raíz, cogiendo de los pelos de las patillas al que las había provocado y lo levantaba del suelo. Mano de santo. Ya no volvían a reñir.
Era muy buena costurera (modista, las llaman hoy), así que confeccionaba toda la ropa de la familia, pues lo mismo sabía hacer ropa de hombre, como de mujer.
Siempre procuraba, a pesar del mucho trabajo que le proporcionaba el cuidado de la casa, sacar algo de tiempo libre para elaborarles algún vestido u otra indumentaria a las amigas que se lo pedían, con lo que aportaba algo de dinero a la casa.

LA NOCHE BUENA

Otra fiesta en la que disfrutaba de lo lindo era en Noche Buena. Casi desde principio de diciembre y como las tardes eran muy largas y poco apacibles, los cuatro hermanos sentados a la mesa del salón se dedicaban a preparar los adornos del Nacimiento.
Recortaban pequeñas casitas de papel que unían con pegamento. Confeccionaban estrellas de papel de plata, y todos los adornos necesarios para el Belén.
Su hermano Jesús, dada su habilidad, con cajas de cartón, construía el castillo de Herodes que luego pintaba tan bien que parecía de verdad una fortaleza en miniatura
Además, como era tan mañoso, compraba una oveja, una cabra, un cerdo, pastores y los Reyes Magos.
En unas pequeñas cajas de cartón que rellenaba con yeso mezclado con agua e introducía, horizontalmente hasta la mitad, una de las figuritas, previamente untada con aceite, para que no se adhiriese al mismo.
Cuando el yeso trababa, es decir, se secaba, preparaba otra cajita igual y con mucho cuidado para que no se saliese la original la colocaba sobre la que tenía el yeso fresco.
Al cabo de un rato. Ya duras ambas, las separaba, extraía la original y le quedaba un molde perfecto que rellenaba en ambos lados con greda y los unía.
Con ello obtenía una figura igual a la primera y así, una tras otra, reproducía toda clase de animales y pastores para adornar el Nacimiento.
Después les clavaba unos alambres a modo de patas si eran animales, los sujetaba a una peana, también de greda. Le quedaban unas figuras iguales o más bonitas que las compradas en la tienda.
Las ponía al aire, para que se oreasen, nunca al sol a fin de que no se grieteasen. Cuando ya estaban totalmente secas y duras, procedía, con su buen tino para los colores y habilidad para darlos, a pintarlas.
Los Reyes Magos no los reproducía. Ponían los que habían comprado.
Unos días antes. Su madre ya había comenzado a preparar los dulces para la festividad.
Hacía unos magníficos pestiños. Alfajores de pan rayado tostado y mezclado con un poco de anís seco, almendras troceadas y azúcar. Le quedaban exquisitos.
También elaboraba galletas, mantecados…en fin, un montón de golosinas.
Su madre era muy buena para la cocina y la repostería.
Su padre, el mismo día de Noche Buena, cortaba unas cuantas hojas de la palmera y las colocaba a modo de dosel en el hueco de la escalera. En él había una mesa negra, no muy grande, que cubría con un paño verde y todos, incluido el padre, se dedicaban a colocar el Nacimiento. Todos disfrutaban de lo lindo y para ellos quedaba precioso. Por la noche. Después de una buena cena, se ponían a cantar villancicos delante de él.

CON QUIENES SE DIVERTÍA CHELÍN

Chelín tenía además varios primos hermanos, al mismo tiempo que otros amigos y compañeros de clase. Todos sus primos eran mayores que él pero que, junto con su hermano, iba a todas partes con ellos.
Su calle, como casi todas las del pueblo, daba al campo.
Lo pasaba en grande, cuando al salir del colegio o los días que no había clase se iba, con su hermano y sus primos a coger gorriones, jilgueros o nidos de pájaros.
Algunas veces ponían trampas que llamaban “costillas”. Éstas eran dos medias circunferencias, unidas con alambre acerado y con un pequeño cabo en una de ellas.
La parte de abajo tenía un trozo de hilo, también acerado en el que se ponía un gusano u otro bichejo y servía para sujetar a la de arriba, una vez elevada ésta.
Así se quedaba como una boca abierta, la sujetaban a la tierra clavándola con una pequeña estaquita de madera que tenía en el cabo y la cubrían de tierra con mucho cuidado para que el alambre que sostenía a la parte superior no se soltase y siempre dejando el bicho que servía de cebo fuera.
Se escondían o se iban a jugar lejos de dónde habían puesto las trampas para no asustar a los posibles volátiles incautos.
Al cabo de un tiempo, una hora o, a veces más, volvían a recoger los que habían picado, ya fuese gorrión, jilguero, alcaudón, o cualquiera que se sintiese atraído por el gusano.
La avecilla, al intentar coger el animalejo, hacía que se soltase la parte superior que la atrapaba por el cuello. Como la “costilla” estaba firmemente sujeta a la tierra por la pequeña estaca de madera, no podía escapar. Además si lo intentase no llegaría a elevar el vuelo por el peso de la trampa.
Algunas veces ponían hasta veinte “costillas” y, si tenían suerte, podían coger una buena cantidad de pajaritos que venían estupendamente a sus madres que los freían o los guisaban con arroz.
El lugar preferido para ellos era un olivar que tenía su abuelo un poco más lejos de las últimas casas del pueblo y donde nadie les podía llamar la atención. Allí cazaban pájaros, jugaban a ver quién corría más por entre los olivos o hacían todas las diabluras que se les imaginaba.
Un día, a su primo el mayor que se llamaba Juan le dio por torear a un carnero que había entrado, junto con una manada de ovejas en el olivar.
La cantidad de revolcones y topetazos que se llevó he hicieron que, a toda velocidad, se subiera a un olivo, mientras los demás, escondidos tras de los mismos se morían de risa y se cuchufleteaban de él.
Juan era inigualable con el tirachinas. Pájaro que veía chinazo que la pegaba y ¡Zas! el avecilla al suelo.
No presumía de ello. Decía que era cosa más de técnica que de puntería. Bastaba ver al animalito por entre la horquilla del tirachinas. Mantener firme el pulso y no temblar. Estirar las gomas todo lo posible y soltar la piedra. Seguro que si se hacía así el pájaro caía.
Por el olivar pasaba un arroyo, bueno es un decir, pues aunque desembocaba, unos pocos kilómetros más abajo en un río, había tramos donde tenía más de tres metros de ancho y en algunos trechos llegaba a más de dos metros de profundidad.
En verano se bañaban todos en él. Eso sí, buscando los sitios menos profundos.
En ocasiones, también pescaban. El riachuelo no tenía muchos peces, pero ellos se las ingeniaban para capturar, de cuando en cuando algunos.
Desde luego los aparejos que utilizaban eran de lo más rudimentario posible. De un cañaveral que había a la orilla de la corriente, cortaban unas cañas, mientras más gruesas mejor, y si eran largas, más resultado daban.
En la ferretería del pueblo habían comprado por muy poco dinero, unos cuantos anzuelos y algunos metros de sedal (“areso” lo llamaban ellos).
En el extremo de cada caña hacían dos orificios por los que pasaban el sedal anudándolo de tal manera que no pudiese desengancharse.
En la otra punta del mismo sujetaban el anzuelo, haciendo un nudo imposible de soltar. Cogían cualquier gusano que se encontrasen, u otro bichejo y lo clavaban en el gancho.
Con esta rudimentaria caña de pescar, introducían en el agua el cebo para los peces. A veces había suerte y pescaban ocho o diez barbos u otra clase de pescados.
Locos de contento los repartían a partes iguales entre ellos y sus madres poniéndolos en adobo los preparaban como un plato más para la cena.

LA “SUELTA” DELAS VIÑAS

En su pueblo había una costumbre, parece ser que desde la Edad Media, que era que al terminar la vendimia, los dueños de las fincas proclamaban que el viñedo quedaba libre para todo el mundo que quisiese entrar en el.
Era lo que se llamaba “dejar la viña suelta”.
Cuando esto ocurría, todo el que quisiese, podría ir a la misma y recoger los racimos de uvas que los vendimiadores no habían visto y quedaban en las cepas.
Eran unos días de jolgorio para todos los chiquillos de pueblo.
Provistos de cestas hechas con varetas de olivo descortezadas rebuscaban entre las cepas y a veces había tantos racimos que no podían cogerlos todos.
Disfrutaban de lo lindo. Cuando veían que había tantos, se dedicaban a apedrearse con ellos, con lo que se ponían perdidos de zumo de uva, pero siempre regresaban a sus casas con una buena provisión de éstas que servía de postre durante bastantes días.
En otras ocasiones, cuando la comida escaseaba Iban al campo a buscar cardillos o collejas. .
Sus madres, después de limpiar los cardillos, los ponían esparragados y, si ese día las gallinas habían puesto, les estrellaban unos huevos y el plato que quedaba era exquisito.
Las collejas, aunque parezca mentira, ya que son silvestres, eran más finas y suaves que las espinacas.
Sus madres las preparaban, bien fritas con huevo o mezcladas con garbanzos previamente guisados. Estaban gustosísimas En aquellos años todo estaba bueno. Y cualquier plato parecía un manjar exquisito.

CHELÍN Y EL COLEGIO

Iba, como todos los niños del pueblo y de su época al colegio. Era aplicado y aprendía pronto lo que la maestra les enseñaba. Su madre contaba que, apenas tenía cuatro años y ya sabía leer.
Aunque travieso, inquieto y juguetón era responsable. Su franca risa y espontaneidad le hacían ganarse el cariño de todos los mayores.
Su maestra sentía especial predilección por él. Descubrió que poseía ciertas dotes para la declamación y le enseñó un pequeño poemita que le hacía recitar, siempre que venía algún inspector escolar de la capital o alguna persona importante. El poema era el siguiente:

Yo tuve una vez un gato
Blanco, rubio, chiquitín
Con el rabo así de gordo
Se llamaba Serafín.
¿De qué os reís?
¿Es que un gato no puede llamarse así?
Es un nombre muy bonito
Y ha sido puesto port mí
Casi siempre se dormía
Enroscado en un sillón
Y, al mirarlo desde lejos,
Parecía un almohadón.
Vino un día de visita
Una amiga de mamá
Tan cortísima de vista
Que no veía hasta allá.
Entró la vieja a la sala
Con las lentes sin poner
Y en el sillón de mi gato
Allí se dejó caer.
Cada vez que pienso lloro
Ya no puedo aguantar más
Aplastado mi gatito
Por delante y por detrás
Pobrecito mi gatito, tan rubito
Tan chiquito, tan feliz
¡Maldita la vieja gorda!
Pobrecito Serafín.

Recitaba la poesía con tanta gracia. Hacía tantos gestos y mohines que todo el mundo se sonreía o lo hacía abiertamente. El final era cubrirlo de besos y siempre caía algún caramelo o una monedita.

LOS OTROS AMIGOS DE CHELÍN

Todos los animales lo atraían. Se quedaba extasiado viendo los fúlgidos colores de las lagartijas o de los lagartos. Él no los mataba. Prefería verlos corretear libremente a tirarle piedras o hacerlos sufrir.
Pero su debilidad eran los gorriones. Siempre tenía uno o dos en su casa. Los cogía del nido, ya cubiertos de plumas o cuando comenzaban a volar y no podían remontar y se quedaban quietos atemorizados y sin saber qué hacer en el suelo.
Los preferían cuando aún tenían boqueras que, para el que no lo sepa, son unas carnosidades amarillas que tienen en las comisuras del pico los gorriones cuando nacen y van desapareciendo conforme crecen.
Los quería más cuando eran pequeños porque así los adiestraba y se acostumbraban a él, de tal manera, que los dejaba sueltos por la casa y no se escapaban.
Cuando eran muy pequeños los alimentaba con pan mojado en leche, alguna que otra hormiga o mosca y golosinillas por el estilo.
Ya de mayores, acostumbraba a cazar saltamontes, algún pequeño bichejo o cualquier otro insecto y a trocitos se lo introducía en el pico que se lo cerraba, hasta que se había tragado el fragmento de alimento.
Una de las cosas que más les gustaba a los gorriones eran pequeñas porciones de higos secos. Se las comían con verdadera fruición.
Algunas veces, cuando por cualquier circunstancia parecía que se iban a morir, Chelín tenia un remedio santo para ello. Les introducía las patas en agua fría y, al cabo de unos minutos, el pájaro cobraba vida y volvía a seguir alegre y juguetón como si nada hubiese ocurrido.
Disfrutaba grandemente cuando, al volver del colegio o de jugar con sus primos y su hermano o sus amigos, los gorriones, siempre dos o tres, venían hacia él piando y aleteando de contento y se le subían a los hombros, la cabeza o se posaban en cualquier parte de su cuerpo.
Entonces cogía a uno de ellos, lo acercaba a su boca y le daba a beber su saliva. El animalito parecía que se daba cuenta de estas muestras de cariño y aleteaba y piaba lleno de contento.
Era muy diestro en cazar avispas. Cuando alguno de sus amigos le decía:”Chelín aquí hay una avispa”. Inmediatamente le respondía: “No la toques, déjamela a mí”.
Se acercaba a ella despacio y de frente y en un rápido movimiento de su mano izquierda la atrapaba con sus dedos índice y pulgar, sujetándole el abdomen para que no pudiese mover el aguijón. Entonces la miraba con detenimiento y, a veces decía a su amigo: “Tonto, ésta es de las que no pican” ¿No ves que tiene los ojos azules?”.
Entonces le oprimía el abdomen un poco, procurando no hacerle daño y de su extremo asomaban tres puntitas muy cortas, como abiertas en abanico, con las que no podían picar a nadie.
Otra cosa eran las avispas de ojos negros. Éstas si clavaban el aguijón y producían dolor, picor e hinchazón.
Chelín tampoco les tenía miedo. Despacio se aproximaba a ellas, si se encontraban de frente la cogía por la cabeza y les oprimía el tórax de forma que al sacar éstas el aguijón no tuviesen espacio para poderlo clavar. Una vez éste fuera, con las uñas del pulgar y el índice de la mano derecha, con mucho cuidado para no extraerle parte de los intestinos, a fin de que no muriese, les cercenaba el dañino dardo y las soltaba para que volasen, diciendo. “Tú ya no le picarás a nadie”.
También cuando se encontraba con alguna que había caído a un charco de agua y estaba como ahogada la cogía y con sumo cuidado la sacaba, le quitaba el aguijón y la ponía al sol. Al cabo de unos minutos el animalejo se frotaba las alas y comenzaba a volar, como sino hubiese ocurrido nada.
Todos los animales le gustaban y disfrutaba con ellos, haciéndolos correr o jugueteando de cualquier manera con los mismos.

EL NEVO AMIGO DE CHELÍN

Un día, al llegar a la escuela, sus amigos vieron que lo acompañaba un perro.
-¿Chelín, de de dónde has sacado a ese chucho? Le preguntaron.
-Yo que sé, fue su respuesta. Esta mañana, al salir de mi casa se acercó a mí. Empezó a hacerme cucamonas, caricias y zalamerías y, aunque yo lo espantaba para que se fuese, no se despegaba de mi lado. Pero seguro que, cuando salgamos de clase se habrá ido.
El perro era un chucho de lo más vulgar. Debería ser el resultado de la mezcla de cuatro o cinco razas distintas. No era muy alto. Mediría, como mucho medio metro.
Su pelaje era hirsuto y color canela. Bueno, es un decir, parecía canela, otras verdes rojizo, y en distintas ocasiones, daba la impresión de que era marrón claro. Su rabo no se estaba quieto ni un momento. Siempre lo sacudía de un lado para otro, como si no pudiese refrenar su alegría.
No era muy feo. Tenía unas pequeñas orejas puntiagudas que oscilaban de un lado para otro, cuando oía cualquier ruido o algo lo distraía.
Lo más llamativo de su pequeño ser eran sus ojos. Eran de color amelado. Tenían una viveza y una luminosidad que denotaban inteligencia. Siempre estaba atento.
-Bueno Chelín, ¿te vas a quedar con él?
-¡Qué va! Fue la respuesta de éste. Seguro que, cuando salgamos de clase, ya se habrá marchado.
Pues no fue así. Al terminar y salir a la calle, el chucho estaba allí esperándole. Chelín intentó espantarlo, pero ¡Si quieres! El animal seguía a su lado, sin separarse de él.
Lo acompañó hasta su casa. Chelín cerró la puerta y lo dejó fuera. Pero como si nada. Al volver por la tarde al colegio, allí estaba esperándolo inmóvil como la esfinge y presto a salir tras él en el momento que comenzase a caminar.
Chelín se dijo para sus adentros: “bueno ya te cansarás. Yo no te voy a hacer ni caso”.
Pero no fue así.
El chucho se pegaba a él como diciéndole: ¿No te das cuenta de quiero ser tu amigo?
Poco a poco, Chelín se fue acostumbrando a él. Le hacían gracia sus movimientos. Se moría de risa cuando lo veía correr tras de una mosca, intentando atraparla.
Otras veces pretendía morderse el rabo y comenzaba a dar vueltas sobre sí mismo para agarrarlo. Entonces Chelín reía a carcajadas.
Terminaron siendo amigos.
Le arrojaba palos y el animalejo, corría hasta cogerlos y devolvérselos a Chelín.
Lo enseñó a saltar. Cogía una vara. La elevaba del suelo y la decía: ¡Salta!
El perro, como si lo entendiese brincaba y sobrepasaba el palo. Lo que hacía que Chelín se desternillase hasta no poder más.
Lo más difícil fue conseguir que sus padres aceptasen que se quedase con él y viviese dentro de la casa.
Pero otras de las cualidades de Chelín era su zalamería. Primero con carantoñas, mimos y besos se ganó a su madre y ya se sabe lo que siempre pasa en los matrimonios bien avenidos. El que manda es el hombre, pero siempre se hacer lo que la esposa quiere.
De esta manera Chelín logró que sus padres aceptasen al animalejo. Es más, sus hermanos también se encariñaron con él.
El chucho parece que se percató de lo mucho que a Chelín le gustaban los gorriones. Jamás se metió con ellos. Es más, dejaba que se subiesen sobre él. Le buscasen parásitos entre su pelambrera o le diesen picotazos en las orejas. El perro todo lo aguantaba con inconmensurable paciencia.
Sus amigos le preguntaron: ¿Chelín, cómo vas a llamar al chucho?
-Cómo le voy a poner: “Peluso”. ¿Acaso no ves los pelos que tiene, si parecen pinchos.
Peluso y Chelín terminaron siendo amigos y queriéndose ambos. El animalejo no dejaba que nadie se acercase con malas intenciones a su dueño. Inmediatamente se ponía a gruñir, retraía los labios y enseñaba unos fieros dientes dispuestos a morder.
Sus amigos le decían: “Cualquiera se mete contigo, con el guardián que tienes”.

EL SUSTO

Un día que no tuvieron escuela porque era fiesta. El dos de mayo concretamente. Cuando se recordaba la victoria española sobre la invasión de los franceses, se fuero él su hermano y sus primos al olivar de su abuelo.
El mes de abril había llovido mucho y el riachuelo estaba bastante crecido.
No obstante, como hacía mucho calor, decidieron darse un baño. Como es lógico, Peluso iba con ellos.
Estaban preparándose para zambullirse, cuando Peluso, persiguiendo a una mariposa se cayó al arroyo. Se debatía con todas sus fuerzas para llegar a la orilla, pero fue atrapado por un remolino.
Chelín, ni corto ni perezoso, totalmente vestido, se arrojó al agua a por su Peluso. Como pudo lo cogió y lo llevó a la orilla, pero otro remolino lo atrapó a él y no pudo salirse. Las aguas lo arrastraron arroyo abajo.
Su hermano y su primo Juan, rápidamente se lanzaron al agua. Chelín se hundía y sobresalía de la corriente. Finalmente exánime quedó varado en una roca que sobresalía en medio del riachuelo.
Hasta ella llegaron su hermano y su primo, ambos eran muy buenos nadadores, y cogiéndolo entre los dos lo llevaron a la orilla.
Chelín parecía muerto. Sin embargo, entrambos lo pusieron boca abajo y le dieron unos golpes en las espaldas. Enseguida empezó a salir agua de su boca, comenzó a toser y a respirar entrecortadamente y, poco a poco, se fue recuperando hasta encontrarse totalmente bien.
Repuestos del susto, a todos se les quitaron las ganas de bañarse y se fueron a sus casas y les contaron a sus padres lo sucedido. No regañaron a Chelín, al contrario lo llenaron de besos porque, al final no le había pasado nada y por ser tan valiente para exponer su vida por salvar a su perro.
Sus amigos, cuando se enteraron le dijeron: “Has estado apunto de morir”. Chelín lleno de orgullo y riéndose les contestaba: “No me he ahogado, pero lo más importante es que Peluso está vivo.”

Córdoba, octubre, 2008

Manuel Villegas Ruiz

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