29/1/11

EL CONVENTO FRANCISCANO DESCALZO DE GRANADA, SEGÚN UNA CRÓNICA LATINA INÉDITA DEL SIGLO XVIII. (3)

Introducción
Las conferencias pronunciadas por mí en los cursos sobre “El Franciscanismo en Andalucía” durante los pasados años de 2008 y 2009 versaron sobre el convento de S. Antonio de Granada, y en ellas mencioné que la crónica de este monasterio es tan rica y extensa que contiene materia suficiente para varias exposiciones.
El año pasado cerré mi intervención mencionando la limosna perpetua que hizo al convento D. Juan Herrera Pareja.
El autor continúa con la narración de la crónica, desgranando vidas de siervos y siervas de Dios ligados a este convento, así como refiriendo privilegios papales a determinados altares del mismo y limosnas más o menos cuantiosas que aportaron los fieles devotos de los descalzos.
Exposición
El cronista nos muestra una breve pincelada de la vida de María Ruiz, ínclita entre los penitentes de la seráfica Tercera Orden.
Falleció en el mes de marzo del año 1669 y se cree piadosamente que fue coronada con la diadema de la gloria por su probidad de costumbres, su modestia, su recato, pobreza y supremacía en las demás virtudes.
Durante cuarenta años asistió a la sagrada mesa sacramental del convento y fue un modelo digno de imitación para todos los que la conocieron.
Sus venerables cenizas reposan en la iglesia del convento.
Aunque es muy breve el relato de esta piadosa alma, lo he querido reseñar, porque el narrador, en su afán de escribir todo en latín, llega a hacerlo hasta con los apellidos que puede verter a esta lengua. Es la primera vez que me encuentro en un texto latino un apellido latinizado con terminación femenina, puede ser que allá por el siglo XVIII esto fuese corriente, yo, sin embargo lo encuentro un exceso de traducir al latín cualquier palabra, puesto que Ruiz, al ser un apellido no tiene género. Éste se lo daría, en tal caso el nombre al que acompaña.
Me explico: un apellido que latiniza es el castellano Ruiz que él transforma en Ruizius, pero como esta piadosa criatura es una mujer que se apellida Ruiz, no dice Ruizius, sino Ruizia.
A continuación el autor nos habla de la encomiable vida de la cordígera Juana de la Cruz. Nació el 17 de junio de 1597 en Beniaján. Sus padres fueron Diego Fernández Rufete y Francisca Sánchez Artero.
Desde pequeña dio muestras de una viril fortaleza, así como de una reposada tranquilidad, por ello no era propensa a lamentarse de ningún infortunio, lo mismo que tampoco era proclive a manifestar de la risa.
Fueron sus padres, con su ejemplo, quienes la iniciaron y mantuvieron en el camino de la práctica de las virtudes y desde niña la acostumbraron a los piadosos ejercicios del espíritu y la educaron en los laboriosos ejercicios del alma.
Ya desde su tierna infancia, Juana se distinguió tanto entre todos que se vio favorecida por una especial gracia divina, de tal forma que el Esposo Celestial la escogió para introducirla en el estrecho y elevado camino de la Cruz, preparando Él mismo con mano firme su fortaleza, desde su incipiente niñez.
Su amor a la cruz de Cristo hizo que ya de mayor, previo consentimiento de su confesor, tomase como segundo nombre: de la Cruz, por lo que desde entonces comenzó a llamarse Juana de la Cruz.
Parece, dada su fuerte constancia, que, al tomar este segundo nombre, el martirio y los padecimientos iban a ser la rueda perpetua que harían girar su vida.
Ya desde muy pequeña comenzó a sentir en su frágil cuerpo las crueles mordeduras de los padecimientos corporales. Al poco tiempo de nacer, se le produjo una herida que se corrompió llenándose de gusanos. Tenía tan mal aspecto por su purulencia y por los repugnantes bichejos que sus padres llegaron a temer y no sin razón que le acarrearía un mal cierto y funesto.
Sin embargo, la fortaleza de esta aparentemente débil niña hizo que aceptase el mal como algo proveniente de la mano de su Amado y, con el paso de los años, se adaptó a él, y logró que esta cruz fuese más llevadera.
Ya hemos dicho que tomó el nombre de Cruz, como si ésta fuese a ser la brújula que continuamente orientase su vida. Efectivamente así sucedió. A esta enfermedad, sucedieron otras que le causaron males inenarrables que la mortificaban continuamente cono su fuese una indomable torre de fortaleza y paciencia.
No se arredraba ante tan crueles padecimientos. Al contrario, de cada uno de ellos resurgía triunfante y exultante y con deseo de un nuevo tormento por muy espantoso que fuese.
Desde su niñez hasta su fallecimiento no careció de dolores y padecimientos, parecía que en su cuerpo se tenían que acumular toda abundancia de dolores del mundo. Nunca se lamentó ni los rechazó, por el contrario alababa a Dios que se dignaba probarla con tales sufrimientos.
El Supremo Hacedor se recreaba con la invencible fortaleza de su amada y la ponía a prueba con innumeras desolaciones, angustias, y tribulaciones tanto interiores cuanto exteriores, pero ella enardecida por su sed de sufrimientos sólo se limitaba a decir: Dios mío, o morir o padecer.
La voluntad divina no cejaba en su continuo deseo de ponerla a prueba, por ello determinó cargar sus ya fatigados hombres con otro peso más. Cuando se cumplieron los veinte años de su matrimonio, su esposo, Gaspar Ruiz de Morasca, persona adinerada, se arruinó por el mal resultado de varios negocios que había emprendido. Por ello se vio envuelto en una situación lamentable, sobre todo porque tan duros infortunios casi lo llevaron abiertamente al patíbulo del que fue librado por la Reina de los Cielos a la que Juana amaba tiernamente.
El carácter de Gaspar era bilioso, enérgico, severo y austero y respondía de mala manera a la dulzura con la que su esposa lo trataba. Además era perjudicialmente celoso que se indignaba cuando Juana iba a la iglesia a recibir los Sacramentos. Además la apremiaba extremadamente con muchísimos mandatos que debía obedecer estrictamente. Siempre debía estar prevenida contra las duras intolerancias de la enérgica ira de su esposo y soportar continuamente sus imposiciones con la fortísima firmeza de un yunque. Finalmente, estaba continuamente sometida a sus repetidos cambios de humor con los cuales la falta de carácter de tan mudable hombre la sometían a cada momento no dejándola descansar ni un instante.
En este hombre tan temerario convergieron muchas clases de miserias, de tal forma que lo mismo vagaba como un prófugo por temor a ser apresado, o se veía en ocasiones en peligro de muerte, de manera que no se encontraba libre por tanta acumulación de tribulaciones.
Además enormemente cansada de ir de un lado para otro en este proceloso mar de calamidades en el que llegó a soportar el color del hambre, cubierta de vergüenza por haber sido llamada por tantos tribunales, oprimida por las vejaciones de las personas que la perseguían y fluctuando miserablemente en tan gran abismo de visicitudines adversas, se encontraba rodeada por todos lados por inmensos torbellinos de preocupaciones.
Su fortaleza viril era imponderable e invencible su constancia: con las cuales afrontaba las conspiraciones del mundo y se enfrentaba a la maldad de los poderes infernales. Ante tal resistencia y triunfantes victorias el infernal enemigo irritado, aunque estuviese desanimado la atacaba con más saña.
Esta formidable torre de tolerancia también tuvo que hacer frente a las insidias, dolores, ingratitudes, oprobios e innumerables maquinaciones que personas envidiosas concitaron contra ella, como si a ello las impulsara el infernal enemigo.
Todos estos ataques del tartáreo no hicieron sino acrecentar su fortaleza.
Sus virtudes aumentaban cada día más. De forma especial la humildad. Ésta le hacía creerse merecedora de padecer toda clase de calamidades y su espíritu se alegraba cuando las demás personas la despreciaban.
Sus padecimientos eran continuos, sin que, por ello se reflejasen en su ánimo ni en su tenacidad. Pero poco a poco su salud se deterioraba, cosa que se le traslucía en el permanente decaimiento de su cuerpo.
Su deseo de sacrificio y mortificación no conocía fronteras. Castigaba su cuerpo continuamente, dos cruces se le clavaban perennemente en el pecho y en las espaldas. El cuello, los antebrazos, los brazos, los riñones y las restantes partes del cuerpo las llevaba constantemente comprimidas proporcionándole a todo el cuerpo un continuo dolor. De forma asidua introducía en su calzado pequeñas piedras o garbanzos para mortificarse los pies. Con frecuencia dejaba caer sobre sus manos gotas de ardiente cera.
Era tal su deseo de sacrificio y mortificación que n ponía límite a cualquier cosa que pudiese causar dolor a su cuerpo.
Si tenía conciencia de haber cometido algún fallo o error, por pequeño que fuese, o alguien le hacía saber que, inadvertidamente, podría haber causado algún pesar a cualquiera, la forma de repararlo era infligir a su cuerpo tres flagelaciones seguidas.
El descanso del sueño, tan necesario para el cuerpo, no llegó nunca a conocerlo.
Se recostaba sobre terribles cilicios entretejidos por férreas cadenas y el poco rato que dedicaba al sueño lo hacía recostándose sobre una dura tabla o en un leño en forma de cruz.
También se privó del placer de la comida. Si exiguo alimento lo preparaba sin sal.
El agua de su baño la mezclaba con hiel, vinagre, áloe o cualquier otra sustancia que ella pensase que podría perjudicarla.
A veces, en un exceso de mortificación, añadía al agua que bebía parte de la que le había quedado de limpiar los utensilios de cocina.
Sustrajo sus oídos de las conversaciones banales por lo que casi siempre los tenía taponados para que la vaciedad de la charlatanería mundana no distrajese a su espíritu de su constante dedicación a las cosas divinas.
Su vida transcurrió en un continuo padecimiento del que ella se consideraba acreedora y cuando las penalidades no le llegaban del exterior, ella se mortificaba, escarnecía y sacrificaba en aras de la necesidad que la embargaba de padecer por su dulce Amado.
El cronista continúa con la narración de la vida de esta admirable mujer, pero expone que vivía en una continua pobreza en la que residía en medio de tan grandes dificultades y que nunca tuvo un domicilio cierto, llevando una vida miserable, yendo de un lugar para otro y que era sustentada por la voluntad ajena ya que a su indigente familia le faltaban los necesarios medios de vida.
Esta descripción de su situación económica no se compagina con lo que ha expresado anteriormente cuando manifestaba que el esposo de Juana de la Cruz era persona adinerada. Bien es verdad que sufrió las calamidades de la ruina financiera por el fracaso de varias empresas que acometió, pero esto no quiere decir que el matrimonio hubiese estado continuamente en la indigencia.
También expone el autor que nuca tuvo un domicilio cierto y que iba de un lado para otro arrastrando una miserable vida.
Posiblemente esto ocurriese tras la pérdida de la fortuna de su esposo.
Consideramos que el cronista, en su anhelo de resaltar las penalidades de su biografiada y la reciedumbre de ésta para hacerles frente, en un momento determinado exprese lo contrario de lo anteriormente expuesto.
Expone igualmente que el corazón de Juana sólo descansaba en las riquezas espirituales. Esto lo consideramos indubitable, dada la vida de perfección a la que se había entregado y que perseguía con todas sus fuerzas.
Los ejercicios de piedad, su continuo trabajo, lo ejercicios de piedad y la práctica de las demás virtudes fueron su trabajo continuo y su diario alimento
El amor que sentía por María Santísima nacía profundamente de lo más íntimo de sus entrañas, por ello se entregó a fomentarlo con todas sus fuerzas.
En su juventud decidió aprender la lengua latina, por ello comenzó a recitar diariamente el Oficio Parvo mariano y, por inspiración divina entendía perfectamente aquello que no alcanzaba a comprender por no dominar perfectamente este idioma.
El Pan eucarístico era el alimento que mejor la sustentaba y sostenía y hacía que sus entrañas se derritiesen admirablemente en las llamas del amor divino.
Sentía más que amor, pasión por el blanco lirio de la castidad. Cuando tenía diez años golpeó con un palo a un adolescente que se atrevió a oprimirle un dedo de su mano, en señal de cariño. No consentía que ningún hombre le hiciese la más mínima insinuación amorosa, considerando las amenazas del peligro de tan lamentable relación.
Cuando era pequeña solía decir con tierno candor estas cosas: ¡Oh, mi Dios que malamente me parece este mundo, quien viviese fuera de él! Si todavía no he percibido la luz, ya lo entiendo tan inútil como cuando sea más adulta. En ningún momento soportó en su presencia ni el más leve signo de liviandad de forma explícita.
Aunque padecía de graves males internos en su cuerpo, nunca quiso que lo supiesen los médicos para que, ni por casualidad, le acarrease un inevitable perjuicio a su honestidad. Finalmente todas las palabras de la venerable Juana exhalaban juntas una inclinación hacia la pureza, de tal manera que sólo su aspecto reprimía cualquier impudicia.
Después de algún tiempo de su unión conyugal determinaron libremente ambos esposos un pacto para mantener la continencia matrimonial, en el cual, con igual constancia, ambos se mantuvieron. Por esta causa llegaron a un acuerdo para emitir el voto de castidad perpetuamente, por lo que experimentó el consiguiente y maravilloso favor celestial
En cierta ocasión la sierva de Dios estaba dedicada a la oración, cuando oyó que le excelsa Majestad le hablaba de esta manera: Querida hija mía, paloma mía, esposa mía, he tomado rápidamente la decisión de desposarme contigo porque me agrada que te hayas entregado a mis manos con un voto perpetuo de castidad, y desde ahora serás mi esposa para toda la eternidad.
Entonces la feliz Juana, traspasada por el amor, dijo: ¡Oh, amado mío, he aquí a tu esclava, hágase en mi según tu rectísimo beneplácito!
Inmediatamente celebraron los esponsales espirituales, y el alma de la afortunada fémina se obligó aún más con el voto de pureza, consintiendo la Señora con favores distinguidísimos. Descansó su espíritu en un abismo de tantas dulzuras fluctuando de tal manera con tanta felicidad que durante muchos días no podía volver en sí totalmente por el inefable júbilo de su corazón.
Continuar narrando la esclarecida vida espiritual de esta alma cándida y totalmente entregada a Dios, hasta tal punto de convertirse en su espiritual esposa, sería tedioso y, posiblemente, abusivo, por ello sólo nos resta decir que esta ínclita esposa divina falleció el 29 de marzo de 1677.
Las obras literarias que produjo, por mandato de su confesor fueron:
Vida de Juana de la Cruz, esto es, su misma vida.
Además, encendida por un fuego celestiales escribió:
Varios poemas espirituales. Entre los cuales (por cierto inéditos) se encuentran algunos de máxima calidad piadosa.
Canonización de S. Pedro Alcántara
En el año 1669 el Papa Clemente IX inscribió en el censo de los Santos de la Iglesia Católica al Beato Pedro de Alcántara.
Como era el titular de la Provincia franciscana que le debía su nombre y estamos estudiando, el Provincial de la misma, fray Diego Fernández, mandó que dicha exaltación del Patrono fuese celebrada en todos los conventos de la misma con toda solemnidad, siempre dentro del rigor de la pobreza que caracteriza a los Descalzos franciscanos.
A pesar de tal restricción necesaria




Eximia celebración por la canonización de S. Pedro de Alcántara. Algunos recuerdos admirables.

Cuando el Santísimo Papa Clemente IX, inscribió en el catálogo de los Santos al beato Pedro de Alcántara, el Ministro Provincial, fray Diego Fernández, mandó por un decreto suyo que la canonización fuese celebrada en todos los conventos alcantarinos de la forma más solemne, dentro de la proverbial pobreza de los franciscanos descalzos.
Inmediatamente fue encomendado diligentemente el mencionado mandato del superior, para que se llevase a cabo con la pompa a la que quisiesen contribuir espontáneamente con la pompa con la que quisieren cooperar la liberalidad y el afecto de los devotos de los frailes.
Dicha celebración tuvo un fausto especial en el convento que comentamos ya que se manifestó con tanta suntuosidad y resplandeció de forma tan exima la majestad de tantos cultos, que, según el cronista, mereció ciertamente que fuesen esculpidos en placas de bronce para admiración de los siglos venideros.
El Ayuntamiento granadino, así como lo más selecto de las personalidades más célebres de la ciudad pugnaron porque dicha celebración luciese en el máximo de su esplendor.
Tampoco faltó la multitudinaria concurrencia del pueblo llano que dio rienda suelta al ardor de su corazón por la felicidad que le embargaba por la subida a los altares de este nuevo Santo.
Se efectuaron multitud de vistosísimas procesiones en las que, como es lógico no falto la imagen del nuevo Bienaventurado.
Fueron innumerables los espléndidos fuegos artificiales que se llevaron a cabo.
La ciudad fue engalanada con magníficas luminarias. Se instalaron altares en muchas calles y se celebró un octiduo en el que la elocuencia seráfica de magníficos oradores se puso de manifiesto en las alabanzas a la Divinidad y en los panegíricos a S. Pedro Alcántara.
La celebración con total certeza fue considerada con digna admiración como opulenta majestuosidad; ciertamente fruto tan noble y digno de piedad y realización de la insigne ciudad, en la cual existía siempre una eximia rivalidad de plausible generosidad.
El glorioso Santo no se mostró menos espléndido ante la fastuosidad de tan encomiables celebraciones.
En el primer día de tan resplandecientes solemnidades en el que se llevaba en concurridísima procesión al Santo, se produjeron varios prodigios que la Divinidad concedió por intervención del Santo.
El primero fue semejante al que nos narra la Biblia en el libro de Josué cuando éste luchaba con los amorreos y, por permisión divina, el sol se detuvo en Gabaón y la luna en el valle de Ajalón, de donde no se movieron hasta que Josué exterminó a sus enemigos.
Ocurrió de esta manera, como la imagen iba acompañada de tantísima gente y el recorrido era tan largo, he aquí que las tinieblas del crepúsculo vespertino comenzaron a esparcirse por Granada, pero, ¡Oh prodigio! Los acompañantes comenzaron a notar que la oscuridad no avanzaba, es más se detenía y parecía que el sol brillaba con más fuerza como si quisiese participar con su resplandor en el magnífico espectáculo de la procesión. Estuvo detenido durante dos horas hasta que la procesión llegó a su término, con la consiguiente alegría de los concurrentes que dieron gracias a Dios desde lo más hondo de su corazón por tal maravilla.
Otro prodigio que nos narra el cronista y que también sucedió durante la mencionada procesión, es que los que portaban el paso, inadvertidamente atropellaron a una mula a la que causaron un gran daño. Cuando se acercaron a ella, creyendo que estaba muerta, la encontraron totalmente ilesa.
Esto fue motivo de que todos los asistentes a la procesión considerasen que el benéfico Santo no había querido consentir que en un día tan importante para los Descalzos y el pueblo granadino ocurriese ninguna desgracia que empañase el júbilo de todos los devotos.
Tampoco descuidó Pedro de Alcántara las necesidades de sus seguidores proporcionándoles otro motivo de satisfacción.
El aljibe del convento se encontraba vació, de tal manera que no podía proporcionar una sola gota de agua para satisfacer la sed de los religiosos y mucho menos a la ingente cantidad de personas que habían acudido a Granada con motivo de la festividad de la octava del Santo.
El momento no podría ser peor, ya que, al no ser temporada de lluvias, no se esperaba ni remotamente que el aljibe pudiese volver llenarse y satisfacer la sed de santísimas personas y las necesidades de la propia comunidad.
El complaciente Pedro no podía consentir que pasasen sed no sólo los frailes ni tampoco la enorme cantidad de personas que habían ido a festejarlo, por ello, los hermanos y las personas que se encontraban presentes observaron de pronto que el aljibe, de manera prodigiosa, estaba lleno a rebosar.
No fue sólo en este convento de Granada en el que se reveló de manera fehaciente la prodigiosa prodigalidad de S. Pedro.
A decir del cronista, en el resto de los conventos de esta Provincia, tuvieron lugar manifestaciones de la poderosa intervención divina por la mediación de tan preclaro Santo.
El cronista pasa a narrarnos la vida del siervo de Dios fray Juan Pimentel. Éste venerable hermano había nacido en la villa granadina de Montefrío y profesó la regla seráfica, como converso, en los franciscanos descalzos el día 17 de septiembre de 1626
Fue uno e los fundadores del convento de S. Antonio de Padua.
Resplandeció de forma preeminente en su ardentísimo celo por la disciplina de la Orden, por el vehemente amor hacia la caridad y una dedicación y plena complacencia en la más absoluta pobreza.
Aborrecía desde lo más profundo de su corazón la ociosidad. Siempre se le encontraba ocupado en algún quehacer. Dentro del convento de dedicaba con fricción a las más abyectas labores o bien entregado plenamente a las obras espirituales.
Todo ello lo compaginaba con la tarea, encomendada por el superior, a pedir limosnas de puerta en puerta que, según el autor recolectaba sobremanera.
Siempre sacaba ocasión para, al mismo tiempo que mendigaba, enseñar la doctrina cristiana a todos los que la desconocían; de cuya ocupación obtuvo grandes e imponderables frutos, por lo cual su amable afecto y el olor de sus virtudes atraían a todos sobremanera de forma admirable.
Su carácter bondadoso, afable y exento de cualquier tipo de vanidad y el que siempre estuviese entregado al bien de los demás, a su perfección espiritual y a la pureza de sus eximias virtudes hizo que fuese apreciado por todos los que lo conocieron, tanto que se hizo célebre pos su encomiable santidad a los obispos, a los nobles, en una palabra a todo aquel que durante su vida tuvo trato con él o la suerte de conocerlo.
Llamado por su divino Hacedor fue a su encuentro el 15 de agosto del año1671, cargado con sus eximias virtudes y sus muchísimas obras en favor de tos los necesitados. Sus huesos reposan en el templo del convento, dentro de una fosa sagrada.
El cronista continúa con la narración de la vida del siervo de Cristo, fray Bernardo de Morales. Este excelso varón nació en el pueblecito de Nalda de la diócesis de Calahorra. Sus padres fueron Diego Morales y María Clara.
Dentro de la Orden Seráfica llegó a ser profesor de Teología y Definidor.
Desde los inicios del comienzo de su razón comenzó a manifestar las primicias de su futura santidad.
Se sintió arrebatado por una admirable propensión para la consecución de todas las virtudes que máximamente practicó desde su niñez hasta su juventud. Por ello, cuando cumplió los veintidós años, siguiendo las aspiraciones de su alma, abandonó la evanescente pompa mundana y pidió ingresar en el convento descalzo valenciano.
Vistió el seráfico hábito en S. Juan de Ribera, el 17 de agosto de 1625. Allí mismo realizó el noviciado y, con los plácemes de todo el convento, pronunció sus votos y pasó bajo la bandera franciscana a ser un esforzado mílite del ejército de la hueste de los del Poverello.
Como un gigante abrazó el enorme esfuerzo de recorrer el camino que la Divinidad le señalaba, así como el del estricto cumplimiento de los mandatos de la Regla a la que se había obligado y que, en su conciencia, consideraba ineludibles y que debería de llevarlos a cabo totalmente y con toda minuciosidad.
A esta encomiable práctica y escrupulosidad de os preceptos de la Orden se unía el aborrecimiento de la ociosidad en todos los momentos de su vida, por ello la claridad y lucidez de su mente se encontraba continuamente activa, por lo que fue designado para los cargos más dignos de emulación.
De esta manera fue elegido por sus esclarecidos méritos para moderador de filosofía y de teología. Lo nombraron más de una vez guardián del convento, y, cuando se trasladó a la Provincia alcantarina, en el primer Definitorio de la misma fue cooptado a lo más alto de la Iglesia.
Su humildad resplandecía sobremanera en todo el comportamiento de su inmarcesible vida. Jamás nadie lo vio ensoberbecido, ni arrogante en el trato con los demás, al contrario, su elocuencia y sus exhortaciones eran como encendidos aguijones lanzados hacia la diana de la humildad.
Es más, se consideraba como el más abyecto de todos los seres humanos, ocultando ante los demás, con todo su denodado esfuerzo, esta encomiable virtud de la humildad, solicitando como una labor encomiable la realización de los más viles y despreciables trabajos que se pudiesen llevar a cabo en la Comunidad.
De igual manera era obediente en sumo grado. No se apartaba ni un ápice, no sólo de los mandatos, sino hasta de las sugerencias de sus superiores o confesor. Le molestaba que alguna persona considerase que debería obedecerlo.
La pobreza era otra de sus eximias cualidades. Se sentía tan obligado a ella que durante dos años, de los cincuenta que pasó con los Descalzos, llevó los mismos calzones y el mismo manteo que había tenido durante su noviciado, aunque se encontraban en un estado tal de precariedad que parecía un milagro que no estuviesen hechos jirones. Renunciando a ellos cuando le ofrecían otros, ya que consideraba que no los necesitaba. El estado de los pantalones era tal que si se ponían en el suelo quedaban erectos sin doblarse, como si hubiesen sido fabricados de madera, no obstante él se negaba a que le proporcionasen otros aunque estuviesen usados por algún hermano.
Igual ocurría con el hábito, llevó el mismo durante muchísimo tiempo. No obstante si, para cualquier acto en el que debiera de ir más presentable, necesitaba pedir uno nuevo, lo devolvía en el momento que terminaba y con tal esmero y bien cuidado como si acabase de ser confeccionado.
A este bagaje de virtudes que poseía se le unía ineluctablemente una esforzada entrega a la práctica de la penitencia castigando su cuerpo más allá de lo humanamente tolerable, en muchas ocasiones hasta cinco veces al día hasta hacerlo derramar sangre.
Un durísimo cilicio ceñía continuamente su cuerpo. Caminó con los pies descalzos hasta que, ya en su vejez, por mandato e los superiores, tuvo que ponerse sandalias, pero las acondicionó de forma que le hacían mas daño que protección.
La frugalidad de sus comidas era proverbial y nunca le faltaron motivos para practicar vigilias y ayunos. Durante los cuarenta y cuatro años que vistió el seráfico hábito comió solamente pan y agua tres días a la semana.
El resto de los días la parquedad de sus alimentos era tal que más bien parecía que sólo efectuaba la ceremonia de comer únicamente para mantener su cuerpo sin que llegase a la inanición
La austeridad y espíritu de abnegación que practicaba en su persona, se convertía en espléndida prodigalidad, cuando se trataba de atender a los demás. Si se enteraba de que alguna persona había caído enferma, inmediatamente la visitaba para proporcionarle el mayor consuelo son sus confortadoras y alentadoras palabras.
Ocurrió que, en cierta ocasión en la que se encontraba en la casa del Guardián de Totana, había allí un hermano enfermo que padecía muchos y grandes dolores y se hallaba tan decaído que nada lo alegraba, ni siquiera contándole chistes. Pues bien, este hombre de Dios, se propuso que sonriese y no tuvo otra ocurrencia que ponerse a dar saltos y brincos delante del enfermo. Lo hizo con tal gracia que, el que no tenía ganas de nada, acabó riendo a más no poder.
Sentía un fuego interior que lo llevaba a eliminar o por lo menos intentar paliar las miserias de los demás, a quienes acudía para ayudarlos y confortarlos con toda delicadeza y derrochando cariño.
Si alguna vez, por la responsabilidad de su cargo, se veía obligado a amonestar a alguno de los hermanos, lo llevaba a cabo con tanta justicia y moderación amorosa que, de forma admirable, les proporcionaba ayuda ante Dios y ante él.
Estaba siempre cuidadosamente atento a las necesidades de los demás, tan entregado a llevar con sumo esmero su ministerio, tan diligente en sus admoniciones, tan dispuesto a la amorosa reprensión y dispuesto cariñosamente a la comprensión, tan discreto, en fin, en todas sus actuaciones, que todos recurrían a él para consultarle asuntos pertenecientes a la perfección espiritual, aceptaban sus consejos y los ponían en práctica como si se los hubiese dictado un oráculo divino
Su vida transcurrió entregada al amor de Dios y al cuidado de sus hermanos: todos los seres humanos. No había mayor satisfacción para él que entregarse a las cosas celestiales.
Su profundo amor hacia los demás no tenía límite, salvo la estricta observancia de las Reglas de la Orden seráfica. Su vida fue una constante entrega al amor de Dios.
Su divino Amor dispuso que ya era llegada la hora de que se reuniese con Él, para ello le hizo enfermar cosa que le llenó de satisfacción pues entendió que se encontraba a las puertas de alcanzar aquello que durante toda su vida había perseguido.
La enfermedad se agravó y comprendió que había llegado la hora de su muerte por lo que pidió que le administrasen los últimos sacramentos. Después abandonando el deseo de vivir, entre las lágrimas de todos los presentes, con una alegre sonrisa en su cara, rogó perdón humildemente a todos por sus errores, repitió por tres veces el nombre de Jesús y con un suavísimo suspiro exhaló su alma en el convento granadino el día 4 de octubre del año 1673, a los setenta años de su encomiable vida terrenal y al cuadragésimo año de haberse retirado del mundo.
Su cuerpo fue colocado en la venerable fosa común de los hermanos, y su memoria perdura hasta ahora.
El autor nos refiere una magnánima pero al mismo tiempo gravosa generosidad por la cual el canónigo de la catedral de Granada, D. Antonio Aguilar Ponce de León, en el año 1674, llevado por su singular devoción a S. Antonio de Padua y al divino Pedro de Alcántara, legó en su testamento al convento la cantidad de ciento cincuenta ducados anuales pero con la onerosa obligación de que en dicha catedral, en las primeras y segundas vísperas se celebrasen cada año, misas solemnes, sin interrupción alguna.
Sigue el narrador exponiendo diversas vidas de esclarecidos frailes que sobresalieron por su piadoso comportamiento, pero por mor a la brevedad y al deseo de no resultar onerosos voy a omitir.
Sí quiero dejar constancia de una peste que asoló a la ciudad de Granada, así como del ejemplar comportamiento de los sacrificados frailes en tales nefastos momentos.
En el año 1679 una perniciosa epidemia devastó la ciudad del Darro, haciendo enfermar a innumerables personas. Esta grave epidemia tuvo sus antecedentes en otras no tan perjudiciales que se dejaron sentir durante los años 1600 a 1602, 1647 a 1649 y esta última que comenzó en el año 1678 y tuvo sus efectos más nocivos en el mencionado 1679.
Ésta fue más virulenta que todas las anteriores pues podemos decir que fue Granada el epicentro de la misma, ya que además se vio agravada por la falta de alimentos que ocasionaba que las personas, al carecer de los nutrientes necesarios, enfermasen con mayor rapidez y su malignidad fuese más nociva.
Una de las causas de la carencia de alimentos fue que la gente del campo se negaba a ir a Granada a llevar los sustentos necesarios por miedo al contagio.
Tal carestía disparó el precio del trigo de tal manera que el modio del mismo (equivalente a 8,75 litros) pasase a valer de doce reales a cien
Hacía varios años que la epidemia se había enseñoreado en Andalucía. Concretamente en la ciudad de Granda, sus efectos se dejaron sentir hacia 1600-1602, 1647-1649 y 1678-1679. Sin duda esta última fue la más virulenta, constituyendo Granada una especie de “epicentro” de la misma. En 1679, por ejemplo, se alcanzó el índice de entierros más elevado de todo el siglo.
El dicho de “las desgracias nunca vienen solas” se cumplió ampliamente en esta ciudad. A la epidemia se le unió otro terrible infortunio distinto y el miedo al contagio y a la indigencia hizo que estuviese sobre aviso el angustiado pueblo
Esta peste incendió a Granada por los cuatro costados, la ciudad de Málaga, Almuñecar y Motril lloraban doblegadas por la segur de la feroz epidemia.
Por ello, el ínclito Arzobispo de Granada, fray Alonso Bernardo de los Ríos y Guzmán, para ayudar a los necesitados, le pidió insistentemente al provincial, fray Pedro de Córdoba, que desde las distintas provincias, enviase allí hermanos que, en aras de la caridad, se ofreciesen voluntariamente.
Los que fueron mandados se dedicaron con tal empeño y entusiasmo al cuidado de los enfermos que dieron incomparables muestras de cariño, llevando a cabo admirables hechos heroicos de amor hacia los apestados.
Fueron enviados tantos que, de los que marcharon, apenas queda constancia de los que sobrevivieron y pudieron regresar sanos y salvos y permanecen en el anonimato.
Una de las causas de la propagación del pestífero mal fue que muchos habitantes de los pueblos y cortijadas cercanos a la ciudad vinieron a ella, cargados con todos sus enseres, en espera de encontrar en la misma remedio para su mal, con lo que se acrecentó el contagio.
El mes de junio fue nefasto para Granada, pues se intentó ocultar el mal que asolaba a la ciudad para que no se extendiese su conocimiento y el comercio no quedase totalmente paralizado y la falta de alimentos y la miseria no la devastasen más.
El fuego de la peste se robustecía por momentos, el pavor se adueñaba de los corazones, el luto ensombrecía los ojos de los ciudadanos. La fatal situación crítica aumentaba a pesar del esfuerzo de los habitantes por contenerla.
La horrible muerte extendía cada vez más sus fatídicos brazos. Las calles se encontraban llenas de cadáveres, pues no se daba abasto a enterrar a todos los que fallecían, con lo que el contagio entenebrecía cada vez la desgraciada Granada.
Ésta no encontraba quien le pudiese ayudar, por lo que se recurrió al socorro divino con la práctica de penitencias multitudinarias y procesiones de la Reina de los cielos, bajo la advocación de nuestra Señora de la Antigua y de las Angustias.
De nada aprovecharon estas piadosas manifestaciones religiosas, para impedir que se extinguiese el mortal contagio, al contrario, parecía que, por días, ardía con más virulencia. Era como si la Divinidad hubiese dispuesto que la ciudad quedase asolada.
El funesto mal se extendía como un fuego devastador y una pavorosa celeridad. Los desgraciados habitantes se veían doblegados y abatidos por dos irremediables males: Por un lado la exterminadora peste y por otro la irreparable falta de alimentos porque la llegada de comestibles se había paralizado. Esta carencia hacía que los cuerpos se encontrasen cada vez más debilitados y con menos reservas para hacer frente a tan terrorífico mal.
Por toda la ciudad sólo se oían lamentos y desesperado llanto ante la impotencia de atajar el contagio.
Para paliar en lo posible tanta desgracia el Obispo, llevado por su ardentísimo corazón, prodigaba el reparto de limosnas y hacía todo lo posible, dentro de sus insalvables limitaciones, para llevar remedio y ayuda a tantos necesitados.
Los nobles y potentados de la ciudad, movidos por el ejemplo del prelado, pudieron a disposición de los ciudadanos todo lo que pudieron. Es más, hasta llegaron a pedir de puerta en puerta para subvenir las necesidades más imperiosas de los afectados y procurando que, los aún sanos, no enfermasen.
El rey Felipe IV también se mostró magnánimo e hizo una donación a la ciudad de 30.000 ducados, procedentes de su tesoro particular.
La pretendida ocultación de la situación en la que se encontraba Granada, no fue posible, dada su magnitud, mantenerla en secreto, pues la noticia, como un reguero de pólvora, se extendió hasta más allá de los contornos limítrofes.
No hubo más remedio que preparar un gran hospital orientado hacia el occidente en un lugar llamado Tinajería y fuera de las murallas de la ciudad. Aquí, a partir del 21 de junio, comenzaron a llegar enfermos de todas partes de la población.
El Alcalde rogó insistentemente a los hermanos descalzos de S. Antonio que enviase frailes para atender y cuidad la gran cantidad de enfermos que en poco tiempo habían llegado al hospital. El superior del convento, fray Francisco Yravedra exhortó a la comunidad para que voluntariamente abrazasen este oneroso sacrificio. A pesar de que muchos frailes deseaban ardientemente cuidarse de los apestados, solamente dos fueron escogidos por el guardián. Estos, quizás los que más insistentemente lo habían pedido, fueron el joven sacerdote fray Sebastián Ruiz y el lego, fray Salvador García.
Así pues, desde el día 22 de junio hasta pasada la mitad del mes siguiente, fueron los únicos en sobrellevar la carga de los enfermos. Sin embargo ya porque fuesen exiguas las dimensiones de esta casa, o ella misma resultase incomoda, pareció que era necesario que las camas fuesen llevadas a otro lugar, y se trasladaron al hospital real de la misma ciudad, en la cual se hallaba agrupada una gran abundancia de apestados.
También las restantes Órdenes aportaron la asistencia de sus religiosos que se esforzaron denodadamente en atender todas las necesidades de los enfermos.
El dolor y los lamentos por aquellos que cada vez, en mayor número, eran exterminados por tan horrífíco devastamiento, se extendía por toda la población. Por todas partes se veían despojos de la muerte. Los carros transportando personas exterminadas por tan hórrido mal circulaban por doquier de igual manera que otros, atestados de enfermos llegaban al hospital.
Hubo algunos monasterios que, ente el peligro del funesto contagio, cerraron sus puertas para no tener contacto con el exterior.
Los descalzos, dando muestras de acendrada caridad mantuvieron las suyas abiertas para todo aquél que se llegó a ellos pidiendo remedio o consuelo a sus penalidades.
Tras el fallecimiento de los dos primeros frailes del convento de S. Antonio que voluntariamente marcharon a ayudar a los enfermos, es decir, el sacerdote Alonso Tomás y el lego, Pedro Navarro fueron enviados, para llenar el vacío que habían dejado, otros cuatro presbíteros. A saber: Francisco Medinilla, Juan Guerra, Francisco Brotones, y otro cuyo nombre, por defecto en la fotocopia que poseo, no aparece.
El resto de las Órdenes que se encontraban en la ciudad, movidas posiblemente por el encomiable ejemplo de caridad cristiana que estaban dando los descalzos, también enviaron a sus religiosos, lo que supuso un gran alivio para los que estaban entregados a atender a los enfermos.
Se corrió por la ciudad que la Virgen del Rosario se había aparecido frente al monasterio de los Dominicos. A esto se unieron algunas curaciones milagrosas, al decir del pueblo que, movido por esta incipiente esperanza de que el mal finalizase, sacó en procesión el cuerpo de S. Juan de Dios que se guardaba en el hospital.
Estas manifestaciones religiosas y de piedad sirvieron de lenitivo al los ya casi exhaustos malagueños.
Por otro lado los descalzos, en su afán de ayudar a todo el llamaba a su puerta, también, dentro del convento, sufrieron el zarpazo del pavoroso mal y fallecieron como consecuencia de él seis hermanos. El primero de todos fue el converso Juan de Aranda, al que siguieron sin remisión fray Antonio Piédrola, el predicador Diego Fernández, el novicio Blas Murillo, el corista Alfonso Pérez, el lego Esteban de Martos.
Pertinaces en llevar su caridad y misericordia a los infestados, el corista Esteban de Martos y el teólogo, Luís de Talavera, solicitaron insistentemente ser enviados al hospital para atender a los contagiados quienes se prodigaron hasta el extremo en remediar, dentro de sus posibilidades el mal que aquejaba a los pobres enfermos.
A pesar de estar en continuo contacto con ellos, parece ser que, como por un divino privilegio especial, no sufrieron las horrendas consecuencias del contagio.
Un hermano de los que más se destacó en la atención a los contaminados, fue el predicador fray Luís Girón que no se concedió descanso para socorrer a los más necesitados y, enardecido por el fuego del amor hacia los pobres enfermos, multiplicó, hasta lo indecible, su actividad para cuidar a todos los necesitados, ya acudiesen al convento en su búsqueda, ya los encontrase por las calle o bien fuese al hospital para atenderlos, cosa que hacía constantemente. Su continuo desvivir por ellos no tenía descanso ni de día ni de noche.
No le aterraba el aliento mortífero. No le espantaba el íntimo contacto con la muerte. De tal manera ofrecía sus piadosos brazos para llevar los miembros contagiados, como si con robustísima salud, ellos suplieran el vigor del moribundo.
Ocurrió una ocasión en la que a un compañero al cual profesaba especial amistad, un vehículo lo arrastró durante un largo trayecto y si no hubiese sido por la piedad de los demás, lejos de toda duda lo hubiesen traslado al sanatorio. Fue finalmente necesario que, por la santa obediencia, Luís prohibiese su ingreso en el hospital, para que no le ocurriese la fatal desgracia del contagio a un hombre tan importante, al cual el misericordioso Dios, siempre había conservado ileso.
La misericordia divina se inclinó dispuesta a mitigar tanto dolor y sufrimiento que la peste comenzó a declinar y la atormentada ciudad vio el final de tanto dolor, después de que afectase casi a una quinta parte de su población.

Investigando sobre esta epidemia he encontrado un romance que, aunque no es una joya literaria, sí cuenta de forma vívida y palpitante, el horror, la miseria y la mortandad que causó esta peste en Granada y ciudades aledañas.
He preferido exponerlo en su ortografía original, la propia del siglo XVII, pues ella nos dará un contacto más cercano al tiempo en el que esta nefasta epidemia sucedió.
Con dicho poema finalizo mi exposición.


ROMANCE VERDADERO DONDE SE DA CUENTA
DE LOS VARIOS EFECTOS QUE CAUSÓ LA CONTAGIOSA EPIDEMIA
EN LA NOBILÍSIMA CIUDAD DE GRANADA, ESTE AÑO DE 1679.
COMPUESTO POR FELIPE SANTIAGO ZAMORANO

Para copiar los efectos
que acusó la rigurosa
epidemia, en la mejor
Granada que el sol Corona,
Invoco por mi Talía
a la virgen milagrosa
del Rosario, porque así
sea de cuentas mi obra.
Año de setenta y nueve
en quien se vio España toda
con el llanto hasta los ojos,
y al hambre hasta la boca.
Viendo la heroyca Granada,
que en la Andaluzía hermosa
del contagioso accidente
muchas Ciudades se tocan,
Padeciendo la epidemia
Antequera la famosa,
Málaga, Motril y Vélez,
y otros Lugares de Costa,
Hizo muchas Rogativas,
pidiéndole a Dios por oras,
que el rigor de su Justicia
bolviese en misericordia.
En Procesión General
sacaron con mucha pompa
a la virgen de la Antigua,
y a S. Roque en su custodia.
Después de la Compañía
de Jesús, N. Señora
de la Soledad fue a Gracia,
lo que en Gracia siempre posa.
A la Iglesia Mayor fue,
con grandeza magestuosa,
la Virgen de las Angustias
llenado a el alma de glorias.
En diferentes Altares
con veneración devota
rinden víctimas a Dios,
dándole humo de aromas.
Mas como son nuestras culpas
tan graves, no desenojan
a Dios, que los Sacrificios
sin lágrimas poco importan.
Y así por castigo entró
el mal en esta famosa
Ciudad, que como Granada
se abrió para su derrota.
La gente empeçó a turbarse,
viendo que muchas personas
morían con las señales
de enfermedad contagiosa.
A unos dan landres, y a otros
granos mortales, de forma
que abrasan como veneno,
y matan como ponçoña.
La ropa muchos avientan
que en este mar de congojas
es la gula del nadar
no saber guardar la ropa.
Allí amanecen colchones,
aquí sábanas, y otras
prendas, que con lenguas mudas
fatal contagio pregonan.
En las puertas de los Templos
amanecen con la Aurora
los muertos de cinco en cinco
y de seys en seys los doblan.
Todo es clamor de campanas,
todo entierro las Parrochias
y todo una confusión,
que como la muerte asombra.
El forastero escriviendo
tanto horror en su memoria
por tomar la salvadera
pone pies en polvorosa.
A las quintas se retira
mucha gente poderosa,
y es poner puertas al campo
querer que el mal no les corra.
Antes la muerte les sigue
con más rigor, y destroza
como ofendida de que
con ella a quintas se ponga.
Los ricos están absortos,
los jornaleros solloçan,
viendo que para el trabajo
no ay quien los llame ni coja.
Todo es ansia, es todo pena
y a muchos pobres ahoga
el hambre siendo en su muerte
la necesidad la soga.
Los Cavalleros, mirando
las aflicciones penosas,
de noche para los pobres
a vozes piden limosna.
Llevando todos capuchas
y campanillas sonoras,
que tocando se hazen lenguas,
porque a los pobres socorran.
Todo es llanto, todo es gritos
a media noche, y a todas
las horas, porque la muerte
ejecuta a todas horas.
A ésta le falta el marido,
aquél se halla sin esposa,
el padre llora a sus hijos,
y el niño sin madre llora.
Unos huyen de los otros
cargados de juncia, y pomas
de enebro que a los olfatos
darán con vinagre y rosas.
El que compra lo preciso
con escrúpulo lo toma,
juzgando que está apestado
aquel género que compra.
Paró el trato, y el comercio
cesó, con que con sus joyas
e vido el Zacatín mudo,
y la Alcaycería sorda.
Ya no ay quien salga a la Fuente
la Teja, ni Dauro goza
Ninfas, porque en su Carrera
la muerte corre la porta.
La Dama se está en su casa,
y el Galán no va de ronda,
el noble no anda a cavallo,
ni el Marqués en su carroça.
El Oficial no trabaja,
ni el Mercader vende cosa,
con que a ser biene el ahogo,
el paratodos sin ojas.
Y siendo de forasteros
Granada madre amorosa,
ingratos todos se guardan
de sus hijos, con pistolas.
¡O Granada, y qué afligida
te miro, Dios te socorra,
pues toda España te cierra
las puertas, siendo una rosa!
Y teniendo en cada tienda
obeliscos de colonias,
y pirámides de cintas,
con un cordón se acongojan.
En el Hospital Real
trató la Ciudad heroyca
de curar a los enfermos
con caridad fervorosa.
Mostrando piadosa zafa
el Corregidor que informa
con buen acuerdo al señor
Presidente que le abona.
Decretando cada día
con tanto acierto las togas,
que pudieran dar lecciones
a los Cónsules de Roma.
Nombran Médicos famosos
y cirujanos, con otras
personas, que a los enfermos
sirvan con almas piadosas.
Donde ay de todos regalos,
dulces, néctares y pollas,
haziendo a los más valientes
que con las gallinas coman.
Con túnicas carmesíes
los Doctores pulsos toman,
y otros a las venas pican,
porque la sangre se corra.
De diferentes Conventos
van Religiosos, con prompta
voluntad, a administrar
los Sacramentos en forma.
Nuestro Rey (que el Cielo guarde)
dio con mano generosa
treynta mil ducados, para
que al desvalido socorran.
A D. Gabriel Ruyz, Ilustre
Veinticuatro, a quien corona
Vizcaya de claros timbres,
Toledo de excelsas glorias,
Míranlo en su generoso
pecho, prendas valerosas,
para que de la Ciudad
sea fiel Argos le nombran.
Y conduzca a el Hospital
a el que viere que lo postra
el achaque, porque no
inficione a otras personas.
A la Ciudad le da bueltas
D. Gabriel a todas horas,
en un Vayo tan ligero
que es onça, con muchas onças.
Y a cuantos enfermos halla
con caridad prodigiosa
haze que en sillas de manos
en el Hospital los pongan.
Que como sabe, discreto,
ser de las Bulas preciosas
Tesorero, también Noble
la caridad atesora.
Llevándose de Granada
por sus acciones de loa
con el popular aplauso
las voluntades que rova.
El Veinticuatro Salado,
por otra parte, en la propia
diligencia, en un Morcillo
vigilante no reposa.
El jurado Conejero
les imita, y desta forma
a los malos de los buenos
los aparta, porque importa.
¡O esclarecidos varones
el Cielo que mira y nota
vuestro heroyco proceder,
os dé en premio una corona!
Crece el accidente y viendo
que la muerte a muchos postra
para echarlos a el carnero,
a dos abrieron las bocas.
Una mañana amanecen
sesenta difuntos y otra
setenta, sin los que tienen
el Sepulcro en las Parrochias.
Seys Zirujanos fallecen
y un Médico, con que apoyan
que pagaron infinitas
que deven, con una sola.
Cada uno por instantes
está con el alma absorta,
aguardando de su vida
el fin en funestas sombras.
A veynte y quatro de Julio,
viendo la tierra angustiosa
enojado a Dios, tembló,
siendo el hombre quien le enoja.
Enciéndese el mal con ira
porque el ayre a incendios toca,
y en repetidos suspiros
Granada intima congojas.
Buela el cuidado al remedio
y con diligencia toman
cinco carros, que con ruedas
de mala fortuna rodan.
En ellos a los enfermos
llevan de sus casas propias
al Hospital, que en la gente
parece una Babilonia.
Y formando un laverinto,
los que sirven se equivocan,
y a el muerto informan por vivo
y a el vivo por muerto informan.
Pues saliendo dos mugeres
del Hospital, congojosas
hallaron a sus maridos
desposados ya con otras.
Pues en fe de averles dicho
que murieron sus esposas,
antes de estrenar los lutos
celebraron nuevas bodas.
Por allí va un chirrión
de defuntos, otro asoma
por la otra calle que corre
al quemadero con ropa.
Donde se hazen ceniza,
camas, cogines, alfombras,
puntas, galones, vestidos,
mantos y telas costosas.
Arde la ropa y más arde
el mal, y de suerte soplan
los dos incendios, que ya
Granada parece Troya.
Allí arrojan una capa,
aquí un jubón, y a quien toma
algo desto, dan doscientos,
y en tres en tres los açotan.
Que es tal la necesidad
que tienen, que aunque conozcan
en que está el tomar su daño,
se mueren por lo que toman.
Allí están cerrando puertas
con varretas, aquí otras
las abren para sacar
muertos que el ayre inficionan.
En algunas casas mueren
a tres y a quatro personas,
y en otras a diez y a doze,
y las que escapan son pocas.
Muchas familias fallezen
porque la muerte espantosa,
inexorable, a infinitos
rinde a su cuchilla corba.
Tan hidrópica de vidas
que parece, según corta,
que no ay vidas en Granada
para que en un día sorba.
Para los huérfanos niños
la ciudad dos casa toma,
y con las Amas les biene
el pecho a pedir de boca.
A todo convaleciente
visten, y aunque más le adornan,
por estar en villarrasa,
no le biene a pelo cosa.
D. Fr. Alonso Bernardo
de los Ríos, clara antorcha
de la Iglesia, pues la rige
como su Arçobispo de honras,
Hizo un regalo a los pobres,
a quien el mal aprisiona,
siendo segundo Abraham
con caridad generosa.
El Veinticuatro Salcedo
con caridad milagrosa
pródigo de noche y de día,
hace a los pobres limosnas.
A la Virgen del Rosario,
en Proçesión brilladora,
llevaron al Hospital,
siendo rica y poderosa.
Porque en su divino rostro
se apareció una graciosa
Estrella, con que el achaque
se turba y también se corta.
A S. Francisco de Paula
llevaron con rigurosas
penitencias una noche
que el Hospital tuvo glorias.
Al Arcángel S. Miguel
consagró cultos la honrosa
Ciudad, porque en el Correo
halló una Epístola docta,
Con la firma del Arcángel,
en que le asegura glorias,
si a él se encomienda, y así
le rindió holocaustos prompta.
Los muchachos cada día
con luzes y vanderolas
van al Hospital llevando
a Cristo y N. Señora.
Pidiéndole en altas voces
a la Soberana Aurora
del Patrocinio, que alcance
de Jesús misericordia.
De San Agustín sacaron
un Cruzifijo con honras,
cantándole el Miserere
con altas vozes sonoras.
Y en llegando al Hospital,
una cándida paloma
se apareció, y como un ave
la Imagen divina ronda,
Dando bueltas a la Cruz
siendo la animada pompa
cristalina de las luzes
del agnus dei mariposa.
Milagro fue y cierto anuncio
de paz, pues desde esta hora
Granada, perdiendo sustos,
gana la salud que cobra.
Al Patriarca San Juan
de Dios, que ya lo coloca
la Iglesia Canoniçado
por su santidad heroyca,
Sacaron con mucho aplauso,
música, alboroço y gloria,
porque fue su cuerpo mismo
el que llevavan en forma.
Iba devaxo de palio
en una caxa a quien forra
el carmesí terciopelo
y galones de oro bordan.
Toda la Ciudad alegre
como a sagrado le adora,
que aunque en la tierra fue lego,
ya en el Cielo es de corna.
Iva con el Patriarca
un manto de aquella Aurora
que hace oriente a Monserrate,
dando luz a Barcelona.
Que D. Pedro de Castilla,
que de timbres se corona,
traxo a Iliberia tal reliquia
con reverencia y custodia.
Llegó al Hospital S. Juan
y entró, porque como consta,
se entra por los Hospitales
como por su casa propia.
Con cuyo favor Granada
ánimos y alientos cobra,
mucha es la fe con que mira
al don de Dios, se mejora.
Viernes a los seys de Octubre
con clarines y con trompas
se publicó la salud
con que Iliberia se alboroça.
Sábado siguiente puso
tanta artificial antorcha,
que hizieron la noche día
las luminarias vistosas.
Con alegría la Alhambra,
viendo el triunfo sin discordias,
disparó su artillería,
con estruendo que rimbomba.
El Domingo la Ciudad
en la Iglesia Mayor postra
en hazimiento de gracias
a Dios, víctima honorosa,
Celebrando el Arçobispo
en fiesta tan portentosa
Misa de Pontifical
con Divinas Ceremonias.
Brillando en trono de luzes
el Verbum caro en Custodia,
manifiesto en la Matriz,
en Conventos y Parrochias.
¡O Granada, ya conozco
qué felicidades gozas,
pues tus llantos y pesares
en risa y plazer transformas!
Pues Dios, templando su enojo,
te da salud y perdona,
por los ruegos de la Virgen
y Santos a quien adoras.
Tus hijos se alegran viendo
que, triunfante y vencedora,
en Torres y Chapiteles
Vanderas blancas tremolas.
Alégrate, pues, Granada,
y de cándidas garçotas
puebla la región del viento,
publicando tus victorias.
Y pues eres centro noble
de Ingenios que se remontan,
tan piadosa como ilustre
y tan sabia como heroyca.
De Felipe Santiago
los muchos yerros persona,
suponiendo que no llega
donde el deseo la obra.



Manuel Villegas Ruiz

EL CONVENTO FRANCISCANO DESCALZO DE GRANADA, SEGÚN UNA CRÓNICA LATINA INÉDITA DEL SIGLO XVIII. (2)

CURSOS DE VERANO SOBRE EL FRANCISCANISMO EN ANDALUCÍA. 2009
Introducción
La conferencia del curso celebrado el año 2008 versó sólo sobre una pequeña parte de la crónica del Convento granadino de S. Antonio de Padua. La narración de los eventos ocurridos en este cenobio es muy extensa, la más amplia de todos los de la Provincia descalza de S. Pedro de Alcántara que hasta ahora he traducido, por lo que la historia del mismo dará tema para más de una exposición.
El año pasado limité mi intervención sólo al capítulo primero de la referida crónica. Intentaré este curso hacer más sucinta la exposición y de esta forma compendiar más de un capítulo, si me es posible. Ya ha he dicho que es la más extensa de todas.
El capítulo II de esta narración expone dos Breves papales sobre gracias espirituales otorgadas por sendos Papas al mencionado convento. También cuente los hechos de siete siervos de Dios, así como los escritos de uno de ellos. Yo procuraré hacerlos de forma sucinta ya que si no podría aburrir a los concurrentes. También reseña la donación de una imagen de su titular y su laudable colocación, la victoriosa réplica de una loable costumbre, así como la plantación de una higuera prodigiosa descendiente de la célebre de S. Pedro de Alcántara.
Los hechos:
El Jubileo por la festividad de S. Antonio
Este monasterio se vio favorecido en el año 1684 por el Papa Inocencio X con la concesión de indulgencia plenaria, durante un setenio, que conseguirían los asistentes a la oración de las cuarenta horas que se celebrase en el mencionado cenobio durante la festividad de S. Antonio de Padua y cumpliese las condiciones prescritas en el Breve papal.
De igual manera el referido pontífice, el día tres de junio del mismo año, otorgó por la misma duración en el tiempo, a los fieles que visitasen la iglesia conventual el diecisiete de mayo, la remisión eterna de todos sus pecados.
El cronista, en ambas concesiones, sólo reseña el comienzo de cada breve y suprime la continuación de los mismos, por lo que no podemos llegar a conocer los requisitos y estipulaciones por los que fueron otorgadas las mencionadas indulgencias.
La vida del siervo de dios fray Juan Corona
Este fue un fraile especialmente dotado por la mano divina como escritor. Cualidad que él sabiamente supo emplear para la consecución de almas para el Señor.
Su gran talento lo derrochó grandemente tanto en el púlpito con sus encendidas y edificantes exposiciones sobre distintos temas religiones y penitenciales, cuanto en el confesionario, confortando, exonerando de sus pecados y alentando a los penitentes a que no volviesen por el camino de la perdición, de manera que logró excelentes resultados de los arrepentidos que se acercaban a su comprensiva persona.
Eran dignos de alabanza en él su benignidad, su ingenio, la rectitud de sus costumbres, su bondad, su mansedumbre, su justicia, prudencia, religiosidad, su caridad y su compasión. En una palabra se trataba de un fraile digno de imitación, por sus sobresalientes cualidades de las que, además nunca hizo gala.
Los superiores, conocedores de su inmensa valía lo nombraron para cargos tan importantes como Guardián, Definidor y Provincial, en lo que demostró su inigualable aptitud, pero siempre manteniéndose dentro de su espíritu de profunda humildad y creyéndose no merecedor de tales dignidades.
Su preocupación por los desvalidos le hacía que viviese en constante desazón por los desheredados, enfermos y abandonados por la fortuna. Mientras era Provincial, una terrible peste se enseñoreó del reino murciano y valenciano.
Su reacción no se hizo esperar, inmediatamente envió cartas circulares para que los hermanos prestasen ayuda a los afectados por tan horrible mal.
Los religiosos, respondiendo a su llamada, dado el afecto que por él sentían, se ofrecieron masivamente voluntarios para ayudar a los aquejados de tan pestífera epidemia.
Tantos hermanos participaron en la atención a los enfermos y con tanta caridad y celo se entregaron a ello que más de la tercera parte de los componentes de la Provincia murieron víctimas de la apestosa morbosidad.
Fue constante en su afán por la renovación de los conventos y reparación de los mismos. Tanto que, siendo por segunda vez Guardián de éste convento, construyó la mayor parte del mismo.
Lleno de méritos ante Dios y sus compañeros que reconocían sus enormes cualidades, El. Padre Eterno lo llamó a su Seno el día tres de noviembre del año 1648.
Importante donación
El autor en su relato aprovecha las oportunidades para reseñar las donaciones y munificencias que con el Convento tuvieron las personas devotas. Así nos narra que en el año 1649 D. Pedro Francisco de Quesada y Alarcón hizo donación al cenobio de una valiosísima imagen de S. Antonio de Padua, patrón del mismo.
El entonces guardián fray José Ferrer en una solemne procesión la colocó en un lugar preferente de la iglesia conventual con el regocijo y muestras de alegría que dieron los granadinos concurrentes al acto y muy devotos del referido santo.
Sin embargo, con el transcurrir del tiempo fue trasladada al Convento descalzo de Priego de Córdoba y el vacío que dejó fue adornado con otra imagen del mismo santo más valiosa y de mejor factura que el Guardián, fray Felipe de Molina instauró, el 13 de enero de 1702, después de haber sido confeccionada con todo esmero por el famoso escultor D. Diego de Mora.
Vida del Siervo de Dios, escritor, Fray Martín Belzunze
En su deseo de referirnos las vidas de los frailes dignos de imitación por sus acendradas virtudes y sus comportamientos ejemplares, nos cuenta la del mencionado Siervo de Dios.
Este insigne religioso, nació en un pueblo de la provincia de Granada y era el mayor de los cuatro hermanos que todos gozaron del suave olor de Cristo. Sus padres, Martín Belzunze y Juana Romero, de buena posición económica, lo educaron entre lo más selecto de la sociedad del momento. Antes y durante su formación intelectual de lo primero que se ocuparon éstos con gran esmero fue en proporcionarle una formación espiritual fuerte y bien asentada en los principios del amor a los demás, la docilidad y humildad y formarle un carácter morigerado y dulce con el que, desde su niñez, se hizo grato a los demás.
Deseoso de hacerse grato al Padre celestial, lo escogió en su corazón como la meta a la que tendería durante toda su vida. Se hizo tan grato a los ojos de Cristo que Éste cierto día le proporcionó la gracia de hacérsele presente, rodeado de fulgores y unas rutilantes luces que refulgían de su cara.
Sobrecogido por la presencia de la Divinidad quedó mudo de admiración, pero en lo más íntimo de su corazón el Señor le manifestó estas consoladoras palabras:
“Martín, soy tu Padre y lo seré siempre”. Al mismo tiempo le reveló que Él ra aquella refulgente iluminaria que alumbraba a los que se encuentran en las puertas de la muerte, dirigiéndolos por un camino de paz y felicidad.
Pleno de gozo y de inefable alegría por haber sido agraciado con tan inconmensurable favor de presenciar la Divina Majestad, decidió seguir los caminos del Señor con toda la rectitud de su conciencia.
Al comenzar sus estudios superiores e influido por la actitud negativa de sus compañeros hacia las prácticas religiosas, se enfrió un poco su fervor inicial y, poco a poco, fue deslizándose por una pendiente de perdición que le hizo aflojar las riendas y perder el dominio que antes tenía sobre sus pasiones.
De esta manera, con la mente confusa y el alma desordenada, sin hacer caso a lo que una y otra le dictaban, perdió su fortaleza espiritual que antes lo hacía agradable a los ojos de la Divinidad.
Durante cierto tiempo caminó por este sendero de ingratitudes pero, no obstante, entre, entre las cenizas de aquél primitivo fervor divino, quedaba un pequeño rescoldo de amor a la Abogada de los pecadores a la que, tiempo atrás había dedicado todo su cariño.
Ésta no quiso dejar que se perdiese definitivamente aquél hijo al que tanto amaba, por ello le habló quedamente a su corazón y le hizo comprender que la vida que llevaba lo haría abocar definitivamente en la perdición de su alma.
Conmovido sintió vergüenza de sí mismo y de su comportamiento, por lo que el acto de verdadera contrición no se hizo esperar y derramó grandes ríos de lágrimas por lo que le había hecho sufrir al amantísimo Padre y a su Dulcísima Madre.
Ya había cumplido treinta años desperdiciados, la mayoría, en las banalidades mundanas. Por ello, a esa edad tan avanzada y con un firmísimo propósito de enmendar los errores cometidos, se dedicó al estudio del latín para dar un giro total a su vida y llegar a ordenarse sacerdote. También se instruyó en Teología Moral. Ya ordenado sacerdote, fue nombrado confesor, en cuyo trabajo resplandeció admirablemente.
Pasó varios años ejerciendo la vida sacerdotal secular, pero movido por un impulso divino, cuando ya contaba con cuarenta y cuatro años de edad, decidió tomar el seráfico hábito e ingresó en el convento de S. Juan de Ribera de los descalzos de Valencia el diez de octubre del año 1616.
A pesar de esta madurez de edad, se entregó con entusiasmo juvenil por la vía de la perfección, adelantando a los demás compañeros de clase, alcanzando prontamente un alto grado de excelencia en todo género de virtudes.
Con el beneplácito de sus superiores que veían en él un futuro ejemplar digno de imitación por los restantes hermanos, pronunció sus votos perpetuos con lo que fue admitido como nuevo componente de la milicia seráfica.
Sabedor de que el único camino que le quedaba por recorrer para enmendar sus errores juveniles era el de la santidad, a él se entregó con todas las fuerzas de su cuerpo y alma.
Comenzó por realizar una estricta cura de humildad para despojarse de cualquier resto de antigua soberbia que pudiese quedarle. Además se encontraba confuso y avergonzado entre sus hermanos más jóvenes que él y se sentía indigno para continuar la ardua tarea de los estudios.
Ese comportamiento le hizo que fuese ganando poco a poco el aprecio de los superiores y hermanos que más de una vez le llegaron a alabar sus virtudes. Nada se le hacía más insoportable que esto, pues se consideraba indigno de todo aprecio y pensaba que cualquier cosa meritoria que le dijesen era injusta, ya que consideraba que no era merecedor de ella. Su grado de humildad llegó a tal que sólo apreciaba los desprecios y vejaciones que cualquier malintencionado le proporcionase.
Ciertamente en su fuero interno esto es lo que verdaderamente sentía, ya que deseaba ser pisoteado por todos y no se estimaba digno ni de la tierra que pisaba.
Esta actitud interior era la razón de su invicta constancia y le proporcionaba una dulce y sin par tranquilidad ante las tribulaciones y adversidades que se le presentaban.
Al considerarse indigno de convivir con los demás a los que estimaba por encima de él, procuraba apartarse de toda criatura, aproximándose a ellas solamente cuando lo exigía la caridad.
Una de las virtudes que más sobresalieron en él fue la de la obediencia. Los superiores llegaron a sentir gran estima por él, dada esta cualidad, a veces tan rara en otras personas, aunque sean religiosos.
Llegó a adquirir tal grado de limpieza y candidez que no concebía que los hombres llegasen ni siquiera a discutir movidos por la ira y pensaba que en los pechos de los demás no podía albergarse ningún furor.
El rigor que mostraba en castigar su cuerpo era extremado. Sus flagelaciones eran excesivamente duras, no admitía calzado alguno, por lo que era un verdadero fraile descalzo. La abstinencia que mostraba ante la comida era modelo ejemplar para sus compañeros. Nunca se sentía satisfecho por muy fuertes que fuesen las mortificaciones que él mismo de aplicaba o las que tuviese que sufrir por las incomprensiones y algunas veces malas intenciones de sus mismos hermanos.
Para él era una satisfacción castigar su cuerpo siempre que tenía ocasión, por eso ni se permitía tomarse un refresco en los días más calurosos del verano, no se acercaba a la lumbre por muy gélido que estuviese el ambiente. Los trabajos más humildes eran su preferencia, siempre deseaba lo más bajo, pues decía: “así no puedo enorgullecerme de nada”. A pesar de tener una pluma prolífera y encomiable, nunca hizo gala de ello.
Su devoción por la Divinidad no le permitía estar de otra forma en la capilla que no fuese inclinado o de rodillas. Continuamente se sentía en presencia de Dios. Siendo ya muy anciano se vio aquejado de una enfermedad en las piernas que le obligó a permanecer en la cama. Posiblemente este fue uno de los mayores tormentos que sufrió ya que no podía soportar verse alejado del Sagrario, pues encontraba consuelo para todos sus males al estar cerca de su Divino Esposo.
Su alma era un horno ardiente del que salían continuamente fogosos dardos de amor que, sin cesar, lanzaba hacia la divina Diana que era el centro de su existencia. Así e vio elevado a los primeros años en los que el centro de su vida era únicamente el Padre Eterno.
Su preocupación por la salvación de sus semejantes le llevaba a que no economizara ninguna clase de esfuerzo, sacrificio o trabajo con tal de conseguir el arrepentimiento de algún pecador. Se pasaba las horas enteras en el confesionario sin preocuparse del descanso ni del alimento. Su verdadero alimento era su unión con Dios y la salvación de las almas, de manera que las multitudes lo adoraban y se aglomeraban, esperando ser recibidos en penitencia por él.
El autor nos dice que, según los cálculos de sus compañeros, confesó a más de dieciséis mil personas. Cantidad que si no es exagerada, consideramos que, para conseguirla, debió dedicar muchísimas horas a la práctica de la confesión con los consiguientes sacrificios de permanecer inmóvil y escuchar las miserias de tantísimas personas.
La santidad que irradiaba su persona, sus admoniciones, el intachable ejemplo de su vida, sus escritos, hasta su misma mirada hacían que, cualquier persona que anduviese por mal camino sintiese la saeta del arrepentimiento y mudase de vida cambiando totalmente su comportamiento.
Los pobres acudían a él buscando el remedio para sus miserias. Era digno de ver, según cuenta el cronista, cómo iba por la calle rodeado de ellos que lo acuciaban no sólo pidiéndole consuelo espiritual, sino también ayuda material. Por ello, no teniendo otra cosa, separaba la mayor parte de su alimento diario para repartírselo a los necesitados. Y en su afán por ayudarlos, siempre que no causase perjuicio a la Comunidad, a hurtadillas y aún exponiéndose a ser sorprendido, sustraía de la despensa del Convento lo que podía para entregarlo a los desheredados. No había nadie que se acercase a él sin recibir, bien alguna ayuda material, bien consuelo espiritual. Se deshacía por repartir amor y consuelo a todos los que acudían a su presencia.
En más de una ocasión manifestó sus dotes proféticas anticipando sucesos que sin que los demás pudiesen sospechar que ocurrirían sucedieron tal y como él había predicho. En ocasiones, la Divina Majestad, tomando la forma corpórea de un niño, lo regaló con su presencia, ocasionándole arrebatos del más puro amor por el Ser Supremo al que tanto anhelaba su alma.
En los pocos ratos de ocio que tenía, se dedicaba a confeccionar preciosas imágenes del Divino Infante que regalaba a quienes se las solicitaban y que tenían efectos saludables para el alma y curativos para el cuerpo. De vez en cuando, sus mismos compañeros, mientras se dedicaba a la tarea de realizar estas pequeñas efigies, lo vieron acompañado de un tierno infante que le ayudaba a la realización de las mismas.
Además de todos los dones que Dios le prodigó, le concedió el de hacer milagros, según refiere el cronista, que se hicieron patentes después de su muerte.
Ésta ocurrió, después de sumirse en un profundo sopor, el treinta de junio de 1651 en el mismo convento en el que había resido durante tanto tiempo, o sea, en el de S. Antonio de Granada. Para sus hermanos compañeros no quedó duda de que, desde este valle ce lágrimas, fue trasladado directamente a la gozosa presencia del Altísimo al que, desde el momento en el que decidió cambiar de vida, se entregó sin reservas.
Su fallecimiento fue hondamente sentido por todo el pueblo granadino. Sus devotos hicieron trizas la pobra vestimenta que lo cubría con tal de hacerse con una reliquia de tan venerable fraile, manifestando al mismo tiempo la veneración que sentían hacia él.
Todas las personas que se sentían en deuda con él por los muchos favores que en vida les había dispensado acompañaron, hasta el sepulcro, separado del común del resto de los hermanos, el traslado del cadáver, que se mantenía flexible, después de muchas horas de su óbito
En el año 1705 sus huesos fueron depositados en un hueco de la pared en el lado derecho de la capilla mayor del convento, de forma que así decoran el mismo.
Aparte de sus acendradas virtudes, la facilidad de su pluma, dejó los siguientes escritos:
-Vida de Martín Belzunze. Es decir la propia biografía de su vida seglar.
-Poemas varios.
-Jeroglíficos varios. Éstos no están escritos con las palabras de la sabiduría humana, sino de una forma arcana, con la doctrina del espíritu. Está distribuida en cinco tomas y se conservan inéditos, posiblemente por la dificultad de su interpretación, en el archivo de la Provincia. Los expertos los consultan asiduamente por la notoriedad de tantos héroes citados cronológicamente.
La vida de otro siervote Dios: el sacerdote fray José López
Este fraile sacerdote era oriundo de la villa de Totana. Una vez recibidos los hábitos de la Orden seráfica, sus superiores le encomendaron, durante muchos años, el cuidado y conservación de la sacristía de los conventos de Murcia y Granada. Ello originó en él una admirable propensión al cuidado, atención y devoción a las cosas del culto divino.
Fue especialmente cuidadoso en conservar el blanco lirio de la castidad. Cuentan que, cierta noche, cuando todavía vivía en el mundo, en la que, por necesidades familiares, se encontró en la situación de pasarla solo junto a su propia hermana, prefirió salir de su casa y pasarla toda paseando por la calle, ya que aborrecía estar a solas con una mujer, aunque ésta fuese de su propia sangre.
Su pobreza absoluta era ejemplo para todos. Llevó a rajatabla el ser descalzo, ya que nunca zapato o sandalia alguna cubrió sus pies. A veces caminaba con éstos totalmente desnudos, como siempre, sobre el hielo o la nieve, igual que si lo hiciese por un amenísimo prado verde en plena primavera.
Se flagelaba con todo rigor durante las horas queso cuerpo le pedía incesantemente que descansase.
Colmado de méritos y virtudes, la Divina Majestad lo colocó entre los santos del cerúleo paraíso el veinticinco de agostote 1653. Sus cenizas descansan en el sepulcro común, junto a las de sus hermanos.
El autor de la crónica, para dar mayor esplendor al convento, como hace en todos los que hasta ahora he traducido nos hace sucintos resúmenes de las vidas de los frailes que sobresalieron por sus méritos, bien de santidad, bien por sus dotes intelectuales.
La vida de otro insigne siervo de Dios que también nos relata es la del lego Santiago Valero.
De él nos dice que nació en Elche y que fue adscrito a la provincia antes de su división. Manifestó su anhelo de santidad con el constante castigo de su cuerpo, flagelándose duramente, sufriendo las agudas púas de los cilicios y llevando hasta extremos insospechados los ayunos.
Otra de sus grandes pasiones era la asidua práctica de la oración pues, como sus trabajos eran manuales, él decía que le dejaban la mente desocupada y por ello la dedicaba a estar continuamente en contacto con el Preferido de su alma y así no dejaba de estar en perpetua comunicación con Él.
Su enorme paciencia la demostró sobradamente en todo momento, pero de forma especial, cuando se vio atacado por la cruel enfermedad de un cáncer en la boca que le hacía sufrir indeciblemente, cosa que él soportaba sin alterarse y con espíritu risueño.
El mortífero mal se le extendió hasta la garganta y llegó el momento en el que no pudo ni hablar, sin embargo lo soportaba con una serenidad y paz de espíritu encomiables. Año y medio sobrellevó esta mortífera dolencia. Ya próximo a su muerte, como no podía hablar, por señas les pidió a los hermanos que le recitasen la letanía de la Bienaventurada Virgen María. Entre estas oraciones su cuerpo se fue quedamente durmiendo en el Señor y el siete de mayo de 1654, se presentó, lleno de meritos ante el Altísimo para gozar del premio celestial que durante su vida se había labrado.
Superación de una disputa por una inveterada costumbre
En todas las crónicas de los conventos que hasta ahora llevo traducidos, hay por lo menos una o más polémicas y hasta denuncias ante los jueces eclesiásticos o civiles por litigios o disputas que los franciscanos descalzos han mantenido, bien con los frailes de otros conventos, también descalzos, bien con los observantes, ya con los clérigos seculares, ya con los componentes de otras órdenes religiosas y hasta con personas particulares.
A través de todos los escritos he podido comprobar el carácter polémico que parece que caracteriza o por lo menos identificaba a los hermanos descalzos, quienes, a veces por motivos tan baladíes como el dar sepultura a una persona determinaba, entablaban un pleito con los sacerdotes seculares de la localidad.
En este caso es una querella contra los franciscanos Observantes.
Nos refiere el autor que dentro de la ciudad de Granada existían dos conventos de hermanos observantes. Uno de ellos conocido como la Casa mayor y el otro recibía el nombre de Alhambra. Entre las comunidades de los descalzos y la de los observantes de la Casa Mayor existía una pacífica costumbre, que se remontaba al principio de la fundación de los primeros, por la que ambas precedían de forma conjunta todos los actos procesionales públicos y que sus respectivos guardianes ocupasen los lugares más dignos.
Allá por el año 1655, en contra de esta asentada costumbre, el guardián de la Alambra reclamó para sí, utilizando todas sus fuerzas, la presidencia que le correspondía a los descalzos y se soliviantó desagradablemente. Como es lógico los descalzos pusieron en marcha su faceta combativa y se opusieron a ello. Así que presentaron la reclamación correspondiente ante la más alta autoridad de los franciscanos. El reverendísimo Padre General, fray Pedro Manero, cuando se informó debidamente de las pretensiones de unos y del derecho de los otros, resolvió a favor de los descalzos y así el treinta y uno de mayo del mismo año, expidió desde Madrid los escritos correspondientes por los que garantizaba a los descalzos la conservación de tan inveterada costumbre, a pesar de las quejas y pretensiones del guardián de los observantes de la Alhambra.
Fray Cristóbal Díez fue otra flor digna de emulación que resplandeció en el mencionado convento. Éste era converso y nació en Almuñecar, cuando la Provincia aún no había sido segregada de la de S. Juan Bautista. Por su ardiente deseo de pertenecer a los descalzos fue aceptado por éstos.
Destacó sobremanera en la práctica de todas las virtudes especialmente en la frecuentación de los Santos sacramentos y en los castigos con los que atormentaba a su cuerpo.
Además no podía soportar la ociosidad se dedicaba de forma especial a los trabajos manuales. Por ello, cuando ya siendo muy anciano y aquejado de muchas enfermedades y dolencias, se sintió muy dolido cuando los superiores, considerando su estado, lo relevaron de toda actividad, además de exonerarlo de la asistencia a los maitines. Él, obediente ante todo, aceptó esta nueva situación que suponía un gran sacrificio para sus anhelos de perfección, pero lo suplió incrementando el rigor de sus penitencias, flagelaciones y mortificaciones de todo tipo.
Finalmente, lleno de años y rebosante de virtudes, falleció el diecisiete de octubre del año 1655. Su cuerpo descansa en el sepulcro común.
El Siervo de Dios, fray José Martínez es otro componente digno de admiración del claustro de los descalzos granadinos.
Era hijo de Juan Martínez y de Francisca López. Había nacido en un pueblo de la provincia de Granada.
Hasta edad muy avanzada vivió en el mundo entregado a obras de caridad y a hacer todo el bien posible a los necesitados. Pertenecía a la Orden Tercera, muy conocido por los frailes conventuales por su acendrada piedad y su dedicación a los menesterosos.
A los sesenta años pidió el ingreso como hermano lego en el convento que estamos narrando. Su deseo fue muy bien acogido tanto por los superiores del mismo, cuanto por el resto de los hermanos. Ya hemos dicho cómo lo apreciaban y la buena voluntad que sentían hacia él por su vida inmaculada y su despego de las cosas terrenales.
El treinta de septiembre del año 1652 fue acogido en el cenobio cosa de laque todos los componentes del mismo se congratularon, pues ya de seglar lo admiraban por su vida intachable.
A pesar de su provecta edad, con ímpetu juvenil, se entregó a la práctica de los sacrificios y de las mortificaciones como si considerase que tenía que recuperar el tiempo que no había dedicado a ellos.
Cada día subía un escalón de la dura escalera de la perfección, esforzándose en realizar las labores más sacrificadas, en la práctica continua y edificante de, los Sacramentos, huyendo constantemente de la ociosidad y cumpliendo las reglas conventuales con la máxima perfección.
Muchas noches las pasaba enteras de vigilia ante el Sagrario del convento en místico arrobo ante su Señor.
La virtud que más apreciaba era la de la humildad, siempre estaba dispuesto y se desvivía por complacer los deseos de cualquier hermano. De ellos prefería el desprecio a la alabanza, pues se consideraba como cosa sin valor alguno.
Sus excesos en castigar su debilitado cuerpo le hacían caminar con los pies totalmente desnudos sin preocuparse del hielo o de la nieve.
Finalmente, ya de edad muy avanzada fue consumido por la fiebre y abandonó este valle de lágrimas el día siete de julio del año 1656, yendo al encuentro del que más amaba, donde el Padre Eterno que tantas preferencias había mostrado por él lo coronaría con el laurel de los triunfadores en el camino de la perfección.
El renuevo de la higuera de S. Pedro de Alcántara
La higuera que plantó S. Pedro de Alcántara se hizo famosa por sus curaciones prodigiosas a quienes, bien consumiendo sus higos, ya bebiendo la infusión cocinada con ellos, o aplicándose un trozo de madera de la misma o una cruz hecha con ella, se encontraban debilitados de salud y la recuperaban inmediatamente.
Fray Diego de Oca fue nombrado Comisario Visitador y debió marchar, por ello, a la Provincia de S. Gabriel. Se llevó consigo dos plantones de la memorable higuera mencionada y los dejó en el convento de Loja, donde, con todo cuidado y esmero fueron plantados por el hermano hortelano. Cuando asumió la prelatura del convento granadino, recuperó uno de dichos esquejes y mandó al hermano que cuidaba del huertecillo que lo sembrase en el mismo.
El narrador nos menciona que en la fecha en la que él escribe, dicho tallo ha llegado a convertirse en una frondosísima higuera que sigue proporcionando a quienes comen de su fruto o se aplican una cruz o un trozo de la misma iguales propiedades curativas que la higuera original criada y bendecida por S. Pedro de Alcántara.
El capítulo segundo de este relato lo concluye el cronista con la sucinta narración de la meritoria vida de la Sierva de Dios Inés de Jesús.
Fue hermana seglar de las carmelitas, lo que se duda es si llegó a ser cordígera franciscana En este convento granadino se esperaba que lo hiciese en un futuro
La describe el escritor como una mujer admirable y digna de encomio en todo género de virtudes, cuya ínclita vida mereció la digna opinión de todos sus conciudadanos.
Cuando falleció y antes de que su cuerpo fuese depositado en el camposanto apareció rodeado por un admirable fulgor como un manifiesto indicio del resplandor inextinguible del que gozaba en el cielo. Su óbito tuvo lugar el día tres de abril del año 1659.
Nuestra opinión particular es que el cronista, para ensalzar las magnificencias del convento de S. Antonio, refiere la vida ejemplar de esta virtuosa mujer y la incluye dentro de los adictos a este cenobio.
Nuevo Capítulo
El capítulo III de este relato lo dedica el autor del mismo a cantarnos las excelencias del convento y narrarnos el número de los que integraban la comunidad. También nos refiere las liberalidades y donaciones de los benefactores del mismo. Pone de relieve su condición de hospital. Además narra los hechos de catorce siervos de Dios, así como las importantes obras de dos de ellos.
Nos cuenta la eximia doble celebración de la canonización de los santos Pedro de Alcántara y Pascual Bailón. Refiere los obsequios que recibió el convento por el comportamiento de los frailes durante la peste de Granada. Reseña el caso de tres víctimas del amor y la admirable Providencia divina y, como colofón del mismo nos narra una digna noticia sobre el Cristo de las Calzas.
He dedicado ya bastante tiempo a referir lo que el autor nos narra sobre el convento en el capítulo II de su crónica, así que, como es lógico, no contaré todo lo que en éste nos relata, pues, en tal caso la conferencia sería onerosa y difícil de soportar.
Voy a dedicar algunas páginas más a exponer ciertos asuntos de los que he enumerado, de forma que no canse demasiado al auditorio ni a quienes la lean, cuando se publique, y el resto lo relegaré para otra próxima intervención.
Excelencias del convento y número de hermanos del mismo.
El día doce de febrero del año 1661 la Provincia franciscana descalza de S. Juan Bautista se dividió en dos. Una de ellas, la más oriental, siguió conservando el prístino nombre y la segunda, que abarcaba gran parte de la hoy provincia andaluza, quedó bajo la protección de S. Pedro de Alcántara.
El convento granadino de S. Antonio de Padua quedó como lo que podríamos llamar la Casa Madre o cenobio principal. De aquí que esta provincia reciba también el nombre de granadina.
En las témporas a las que el autor se refiere, el convento estaba habitado por la considerable cantidad de ciento treinta hermanos “plus minusve”.
Él era el centro de celebración de los capítulos provinciales y de las congregaciones de la Provincia. Como muestra de ello baste decir que desde el año 1662, es decir desde el año siguiente al de la segregación, hasta el 1743 tuvieron lugar en el mismo veintidós congregaciones provinciales.
Desde el día 15 de febrero del año 1646, hasta la época del narrador, es la Casa de Novicios provincial. Durante cierta época compartió tal honor con otro convento que el relator no refiere, aunque en los día mencionados es ella la única Casa de novicios de esta Provincia.
En el noviciado se venera cierta escultura bellísima del Niño Jesús ubicada sobre el altar. Acerca de ella existe una tradición común entre los alumnos y es que, no pocas veces, en diversos tiempos habló benignamente con distintos novicios, ya en su interior, ya haciéndoseles presente deforma corpórea, para exhortarlos a que continuasen con todo su esfuerzo por el camino de la perfección.
En esta Casa noviciado se enseñaba teología a todos los jóvenes alumnos.
Ha sido célebre porque durante todo el tiempo de su existencia han residido en ella los hermanos más fervorosos y ha sido habitada por varones cuyos claros ejemplos de virtud enardecían a sus compañeros y edificaban a todos los seglares.
Se ha estimado como una fortísima torre y una excelente línea de batalla contra los ataques infernales. Fortificada y defendida por valerosos e invencibles soldados que, tanto en el coro, cuanto en la iglesia, como aguerridos guerreros, se ofrecían continuamente para presentar combate a las fuerzas infernales a las que hacían frente con esforzado denuedo.
En el silencio de los claustros, durante el día, se escuchaba la armonía de las alabanzas celestiales. Por la noche se oía el murmullo de las flagelaciones, entres los suspiros y los susurros de los orantes.
Según el cronista esta casa ha sido siempre un semillero de hombres insignes tanto en santidad cuanto en profunda sabiduría sobre todas las materias investigadas por el ser humano.
Liberal regalo de un benefactor. Grata respuesta por parte del convento y creación del hospital
En el año 1662, es decir al año siguiente de la constitución de esta nueva Provincia, D. Diego Montalbo, vecino de Granada, devotísimo de la imagen de la Niña María y lleno de afecto hacia los hermanos del convento, regaló a éstos dos mil ducados para que construyesen un hospital para los monjes enfermos y que perteneciese a la propiedad del cenobio. Sólo pidió a cambio que, todos los años, se celebrase una grandiosa fiesta en honor de la Virgen Niña en el misterio dulcísimo de su presentación en el templo.
La Provincia, en justa correspondencia por tan importante donativo con un fin tan caritativo, decretó que se llevasen a cabo los debidos sufragios por la salvación de su alma.
Inmediatamente se uso en ejecución la obra del hospital que fue concluido en poco tiempo con todas las dependencias necesarias. Los hermanos que lo atienden dan constantes muestras de la caridad fraterna que los mueve a cuidar de los necesitados.
El relator continúa refiriéndonos distintas vidas ejemplares, ya de frailes conventuales, ya de terciarios y terciarias franciscanos que, por sus méritos y continua dedicación a la perfección fueron considerados modelos dignos de imitación por todos los que los conocieron.
Hace una extensa exposición del siervo de Dios Fray Francisco Molina.
Éste era diácono. Había nacido en el pueblo de Bastente en la provincia granadina. Se desconoce el nombre de sus padres, aunque sí consta que eran nobles.
Vivió en el mundo hasta algo más de los cuarenta años, pero insatisfecho de las pompas terrenales y deseoso de perfeccionar su alma y dedicarse al servicio de Dios, tomó el seráfico hábito en el convento de s. Juan de Ribera en la Provincia valenciana el tres de octubre del año 1626, antes de que de ella se segregase la Provincia de S. Pedro de Alcántara.
Al llevarse a cabo ésta, por privilegio pontificio, fue escogido para que perteneciese a la alcantarina.
Aunque su perfección en todas las virtudes era digna de encomio, resplandeció de manera especial en la de la humildad. Sus mismos compañeros lo consideraban émulo del mismo S. Francisco y creían ver en él una nueva encarnación suya.
En ningún momento se creyó superior al resto de los mortales, por muy humildes que éstos fuesen. No actuó de forma insolente ni soberbia en cualquier periodo de su vida.
Aunque dominaba perfectamente la lengua latina a imitación de nuestro Seráfico Padre no quiso que lo ordenasen presbítero, a pesar de los esfuerzos que, para que lo consintiese, llevaron a cabo, tanto sus propios compañeros y superiores, cuanto el obispo de Granada., D. Martín Carrillo de Alderete. Él seguía considerándose indigno de recibir este sacramento, pues siempre vivió imbuido en el desprecio que deseaba que los demás la tuviesen.
Es más, tenía tanto respeto a los sacerdotes que nunca se atrevió a dirigirse a alguno de ellos, pues los consideraba tan elevados y él tan miserable que no osaba tener contacto con ellos.
El Maligno no podía tolerar que un alma tan humilde viviese fuera de sus ataques y tormentos, por lo que lo acuciaba continuamente con incesantes tentaciones y hasta con manifestaciones patentes de su perversidad ideando continuamente diversos modos para atormentarlo.
Siendo ya muy anciano, el meritorio siervo de Dios, muchas veces se mostraba implacable con los rigores invernales. Acostumbraba a yacer en su pobre camastro, cubierto solamente por una mísera colcha, sin cobertor ni manta alguna. Así, bajo tan pobre cobijo procuraba calentar sus ateridos miembros.
El Demonio, lleno de ira, no soportaba tan gran sacrificio, por lo que muchas noches lo atacaba físicamente desposeyéndolo de la endeble cobertura, produciendo grandes fragores que despertaban al desventurado anciano y lo privaban del necesario descanso.
Los hermanos de las celdas próximas escuchaban la batahola organizada por los seres del averno y, como es lógico, no dejaban se sentir cierta aprensión por la presencia de los seres infernales, así que se lo comentaron al Guardián del cenobio. Éste lleno de compasión por el sufrimiento que estaba padeciendo uno de sus frailes, escuchó con todo detenimiento lo que le contaban y mandó al humilde francisco que, bajo el imperio de la Santa Obediencia, ordenase a los seres infernales que lo visitaban y le hacían la vida imposible, que en nombre de Jesucristo lo dejasen en paz y en adelante no le causasen tales vejaciones.
Como siempre, obediente en todo, el sumiso Francisco hizo caso a lo ordenado por su Superior e inmediatamente se marcharon los inmundos espíritus, lo dejaron en paz y no volvieron a causarle más molestias ni sufrimientos.
Sus propios compañeros que lo consideraban digno de imitación, muchas veces le preguntaban sobre qué deberían de hacer parar agradar a Dios y sentir más cerca su cariño, les respondía humildemente: Inclinad vuestras cabezas, hermanos, en esto reside nuestra suma perfección, pues el verdadero obediente no puede equivocarse. Yo actúo muchas veces como perfecto seguidor de la obediencia”.
La Soberana Voluntad, en premio a su acendrado e infatigable fervor, le concedió l don de hacer milagros. Muchos y de todas clases realizó. Tanto que hasta llegó de devolver la vida a los fallecidos.
Para él su mayor deseo era morir bajo la obediencia a sus superiores, por ello, ni la vejes avanzada, ni los abatimientos más dolorosos fueron nunca para él el más mínimo obstáculo para cumplir con toda diligencia todo lo que le sugerían los que regían el convento.
La sumisión era el centro de su voluntad, además procuraba, para mortificarse, ejercer siempre los trabajos más arduos, duros y difíciles, encontrando en ellos, al realizarlos, cierta dulzura y paz de espíritu que lo compensaba de todos los esfuerzos que hubiese tenido que llevar a cabo.
Uno de los oficios más penosos que existe en un convento es el de portero, pues bien, el lo sobrellevó sin quejarse ni protestar durante veinte años. Otros, más fuertes y robustos que él no pudieron ejercerlo durante tanto tiempo, por lo que a los pocos años pedían al Guardián que los relevase del mismo por el mucho esfuerzo que había que hacer para practicarlo.
La resistencia que tenía para la penitencia era inaudita, por lo que todos sus compañeros lo admiraban.
Diariamente se flagelaba con extrema dureza. Había días que o hacía hasta tres veces. El ayuno era una práctica habitual en él. Tenía la costumbre de comer solamente pan y agua y algunas legumbres durante tres semanas seguidas, sobre todo en Cuaresma, además e los días señalados por la Iglesia como de ayuno. Esta práctica la llevaba a cabo en todas las ocasiones posibles. Durante todos los sábados de su vida tampoco tomó alimento. Estuvo sin comer carne durante seis años. Jamás probó el vino. Nunca se le vio montar a caballo ni caminar calzado.
Durante seis años tuvo que permanecer acostado sobre su pobre lecho. Esto le provocó que se le ulcerase todo el cuerpo, soportando, además durante toda su vida cruelísimos dolores de pies. Su cuerpo era un madero de incomparable resistencia que se quemaba continuamente en el fuego del dolor.
El pudor fue el fragantísimo lirio que lo adornó durante toda su vida. Mientras fue religioso, jamás miró directamente a la cara a alguna mujer. No soportaba las conversaciones en privado con ellas.
Despreciaba la lengua imprudente y las palabras ociosas como si de un virus mortal se tratasen. Custodiaba su cuerpo, sabedor de que estaba hecho de barro, con el miedo que le producía que éste se pudiese dejar llevar por las pasiones, despertando el fuego de éstas que tanto empeño había puesto en dominar.
La pobreza fue para él otra virtud sagrada. Podríamos decir que había hecho un pacto con ella por el que nunca se separaría de la misma. Sólo le satisfacción la posesión del Señor Jesús cuya tendencia a conseguirlo lo llevaba a realizar los mayores sacrificios y esfuerzos y a ir despegándose cada vez más de las cosas terrenales para quedarse sólo con lo que él tanto apetecía: la entrega total y absoluta a Jesucristo, principio y fin de todas sus apetencias.
Consideraba que si llegaba a poseerlo, ya no precisaría de nada temporal o terreno y obtendría el don más preciado que puede recibir el ser hunazo: la inseparable amistad con su Redentor.
Su capacidad de sacrificio no tenía paralelo. Cuando comía alegremente con sus hermanos, con todo disimulo, apartaba el parvo trozo de pan que le correspondía para privarse de él por amor a la Divina Luz de su alma.
Su piedad era digna de emulación. La devoción que le profesaba a la Virgen Inmaculada y el inmenso amor que le tenía se lo demostraba rezando el Santo Rosario todos los días pidiéndole lo aplicase por la salvación de las almas retenidas en el pecado.
Cuando terminaba de cumplir sus obligaciones, ya que para él la obediencia era lo más importante, se dedicaba a visitar los distintos altares de la capilla conventual para ayudar u oír misa.
El alimento más fuerte que recibía era la Sagrada Eucaristía.
Dedicaba a la oración la mayor parte de su tiempo, por eso durante el día, como tenía cosas materiales que ejecutar, aunque estaba en continuo contacto con Dios, no estaba tan dedicado a ella como hubiese dedicado, cosa que suplía durante la noche, pasándola muchas veces en contacto con el que era el amor de su sencillo corazón. La Sagrada Majestad respondía frecuentísimamente a su devotísimo siervo recreándolo frecuentísimamente con, los favores celestiales.
A vía de ejemplo nos expone el cronista el acontecimiento siguiente:
En cierta ocasión, cierto hermano pasaba por la puerta de su celda por casualidad. Por las rendijas de la misma vio la celda llena de una gran luz sumamente resplandeciente y oyó a Francisco, hablando de rodillas, aunque no vislumbró quién podría estar conferenciando con él.
Admirado se lo comunicó al superior. Éste conminó a Francisco a que le contase claramente lo que había sucedido en su celda, obligándolo bajo estricto mandado.
Francisco, humildemente, refirió que tan gran fulgor era el que emanaba de Jesucristo y que con quien hablaba era con Él que muchas veces se le aparecía en su humilde celda. Se sentaba en el pupitre y durante mucho tiempo mantenían ambos conversaciones sobre temas celestiales.
Otra de las formas de poner en práctica su espíritu se sacrificio era no comerse, la mayoría de los días, la porción de carne que le servían en su plato. La dividía en dos trozos. Uno e los cuales lo reservaba por si algún hermano, mas necesitado se la pidiere.
Algunas veces se llevaba un trozo de la misma a la boca pero, antes de llegar s ella, lo retiraba y lo dejaba en el plato, añadiendo un nuevo castigo a su ya macerado cuerpo.
Esta actitud producía extrañeza ante sus mismos compañeros que se preguntaban qué podría motivarlo para que actuase de tal manera.
El Superior, al tener conocimiento de esta comportamiento, le mandó a Francisco, bajo estricta orden, que le explicase el motivo de aquella actuación.
Éste, obediente al máximo, como siempre, le dijo: en m mesa aparecen sentados a uno y otro lado el Niño Jesús y Santa ana. Él a la derecha y ella a la izquierda. Cuando me sirven la comida, uno y otro me piden que les dé parte de ella, por eso me veo obligado a distribuirla entre ellos. Por eso tomo el más pequeño trozo para mí. Pero cuando el pequeño Infante ve que lo tengo casi en la boca, inmediatamente llora y me lo pide y libremente cumplo sus deseos. Así llevo seis años, desde la primera vez que me sucedió esto sin probar la carne y me contento con las legumbres y el caldo de la escudilla.
De esta manera se puso de manifiesto claramente cuán grato era al Señor el candor de esta alma feliz, con la que Éste compartía juegos y entretenimientos.
Cuando terminaba el cuidado de los hermanos enfermos, con admirable fervor, se dedicaba a servirlos, les mullía los lechos, les abría las celdas, les limpiaba los vasos y orinales y les mostraba de mil maneras su caridad permaneciendo a su rato todo el rato que le era posible. Su enorme caridad llegaba al extremo de demostrarla no sólo con los hermanos el convento, sino con malquiera al que viese necesitado. De forma especial sentía un predilecto cariño por los niños. Veía en ellos la imagen de Jesús Niño y por ello sentía hacia ellos una ternura especial.
El exceso de su caridad era tal que nada retenía para sí. Lo poco que poseía siempre lo repartía entre los más necesitados.
En sus manos no estaba seguro ningún bien ya que se desprendía de él en favor de los menesterosos.
El cocinero y el encargado del comedor procuraban apartase de él lo más posible, ya que le temían más que a las furias, pues siempre procuraba sustraerlas algo para ayudar a sus pordioseros.
A todos trataba con sumo cariño. Nadie se marchaba de vacío después e haberle pedido consuelo. Se valía del confesionario como lugar para repartir su consolación tanto espiritual, cuanto material. En él proporcionaba paz a los afligidos, lenitivo a los angustiados, ayuda física a los indigentes, remedio a los enfermos, auxilio a los afligidos, solaz a los entristecidos, consuelo a los descarriados. Por ello su confesionario siempre estaba muy concurrido, cosa que, algunas veces, no sentaba muy bien al resto de los hermanos.
El cronista nos dice que en su senectud se vio de tal manera colmado de virtudes que era un ejemplo viviente de santidad.
Cuando ya tenía la avanzada edad de 87 años, se vio atacado por una nueva enfermedad que lo transportó al reino de los cielos, sostenido por la sagrada Eucaristía entre las ardientes jaculatorias con las que se dirigía a su divino amor.
Su óbito tuvo lugar el día quince de febrero del año 1663, el mismo día en que cumplía 87 años. Había permanecido en el convento durante 47.
Al expirar su cuerpo comenzó a exhalar un suavísimo olor, pero lo más prodigioso fue que, ya fallecido, la hicieron en el pie una incisión con una navaja y brotó profusamente sangre líquida como si aún estuviese vivo. Pasado un tiempo fue trasladado al cementerio común del convento.
Limosna perpetua para el convento y correspondiente gratitud de la provincia para con el donante.
El día veinticuatro de octubre del año 1663 el provincial, en respuesta de la munificencia que siempre había mostrado con este convento D. Juan Herrera Pareja, celebérrimo abogado de la Chancillería real, dispuso que en todos los conventos cualquier hermano presbítero debiera de realizar sufragios por el alma de tan dadivoso benefactor, cuando éste falleciese, ya que siempre había socorrido espléndidamente tanto al convento cuanto a la Provincia y, sobre todo, había costeado una espléndida estatua de S. Pascual.
Cuando falleció fue enterrado en la capilla del mismo santo, en la que permanece para su eterno descanso.
Para cuidar la lámpara del mencionado santo dejó un legado de 155 reales anuales, además de legar al convento un donativo de 200 ducados de limosna y 200 tomos sobre argumentos morales y otros materiales cuyo precio total superaba los 300 ducados.
El autor de la crónica sigue mencionando vidas ilustres y multitud de distintos tipos de hechos acaecidos en este convento.
Yo, para no hacerme oneroso, las iré desgranando en sucesivas intervenciones dentro de los próximos cursos que, con la ayuda de Dios esperamos seguir celebrando.

Córdoba, año 2009-01-21

Manuel Villegas Ruiz