CURSOS DE VERANO SOBRE EL FRANCISCANISMO EN ANDALUCÍA. 2009
Introducción
La conferencia del curso celebrado el año 2008 versó sólo sobre una pequeña parte de la crónica del Convento granadino de S. Antonio de Padua. La narración de los eventos ocurridos en este cenobio es muy extensa, la más amplia de todos los de la Provincia descalza de S. Pedro de Alcántara que hasta ahora he traducido, por lo que la historia del mismo dará tema para más de una exposición.
El año pasado limité mi intervención sólo al capítulo primero de la referida crónica. Intentaré este curso hacer más sucinta la exposición y de esta forma compendiar más de un capítulo, si me es posible. Ya ha he dicho que es la más extensa de todas.
El capítulo II de esta narración expone dos Breves papales sobre gracias espirituales otorgadas por sendos Papas al mencionado convento. También cuente los hechos de siete siervos de Dios, así como los escritos de uno de ellos. Yo procuraré hacerlos de forma sucinta ya que si no podría aburrir a los concurrentes. También reseña la donación de una imagen de su titular y su laudable colocación, la victoriosa réplica de una loable costumbre, así como la plantación de una higuera prodigiosa descendiente de la célebre de S. Pedro de Alcántara.
Los hechos:
El Jubileo por la festividad de S. Antonio
Este monasterio se vio favorecido en el año 1684 por el Papa Inocencio X con la concesión de indulgencia plenaria, durante un setenio, que conseguirían los asistentes a la oración de las cuarenta horas que se celebrase en el mencionado cenobio durante la festividad de S. Antonio de Padua y cumpliese las condiciones prescritas en el Breve papal.
De igual manera el referido pontífice, el día tres de junio del mismo año, otorgó por la misma duración en el tiempo, a los fieles que visitasen la iglesia conventual el diecisiete de mayo, la remisión eterna de todos sus pecados.
El cronista, en ambas concesiones, sólo reseña el comienzo de cada breve y suprime la continuación de los mismos, por lo que no podemos llegar a conocer los requisitos y estipulaciones por los que fueron otorgadas las mencionadas indulgencias.
La vida del siervo de dios fray Juan Corona
Este fue un fraile especialmente dotado por la mano divina como escritor. Cualidad que él sabiamente supo emplear para la consecución de almas para el Señor.
Su gran talento lo derrochó grandemente tanto en el púlpito con sus encendidas y edificantes exposiciones sobre distintos temas religiones y penitenciales, cuanto en el confesionario, confortando, exonerando de sus pecados y alentando a los penitentes a que no volviesen por el camino de la perdición, de manera que logró excelentes resultados de los arrepentidos que se acercaban a su comprensiva persona.
Eran dignos de alabanza en él su benignidad, su ingenio, la rectitud de sus costumbres, su bondad, su mansedumbre, su justicia, prudencia, religiosidad, su caridad y su compasión. En una palabra se trataba de un fraile digno de imitación, por sus sobresalientes cualidades de las que, además nunca hizo gala.
Los superiores, conocedores de su inmensa valía lo nombraron para cargos tan importantes como Guardián, Definidor y Provincial, en lo que demostró su inigualable aptitud, pero siempre manteniéndose dentro de su espíritu de profunda humildad y creyéndose no merecedor de tales dignidades.
Su preocupación por los desvalidos le hacía que viviese en constante desazón por los desheredados, enfermos y abandonados por la fortuna. Mientras era Provincial, una terrible peste se enseñoreó del reino murciano y valenciano.
Su reacción no se hizo esperar, inmediatamente envió cartas circulares para que los hermanos prestasen ayuda a los afectados por tan horrible mal.
Los religiosos, respondiendo a su llamada, dado el afecto que por él sentían, se ofrecieron masivamente voluntarios para ayudar a los aquejados de tan pestífera epidemia.
Tantos hermanos participaron en la atención a los enfermos y con tanta caridad y celo se entregaron a ello que más de la tercera parte de los componentes de la Provincia murieron víctimas de la apestosa morbosidad.
Fue constante en su afán por la renovación de los conventos y reparación de los mismos. Tanto que, siendo por segunda vez Guardián de éste convento, construyó la mayor parte del mismo.
Lleno de méritos ante Dios y sus compañeros que reconocían sus enormes cualidades, El. Padre Eterno lo llamó a su Seno el día tres de noviembre del año 1648.
Importante donación
El autor en su relato aprovecha las oportunidades para reseñar las donaciones y munificencias que con el Convento tuvieron las personas devotas. Así nos narra que en el año 1649 D. Pedro Francisco de Quesada y Alarcón hizo donación al cenobio de una valiosísima imagen de S. Antonio de Padua, patrón del mismo.
El entonces guardián fray José Ferrer en una solemne procesión la colocó en un lugar preferente de la iglesia conventual con el regocijo y muestras de alegría que dieron los granadinos concurrentes al acto y muy devotos del referido santo.
Sin embargo, con el transcurrir del tiempo fue trasladada al Convento descalzo de Priego de Córdoba y el vacío que dejó fue adornado con otra imagen del mismo santo más valiosa y de mejor factura que el Guardián, fray Felipe de Molina instauró, el 13 de enero de 1702, después de haber sido confeccionada con todo esmero por el famoso escultor D. Diego de Mora.
Vida del Siervo de Dios, escritor, Fray Martín Belzunze
En su deseo de referirnos las vidas de los frailes dignos de imitación por sus acendradas virtudes y sus comportamientos ejemplares, nos cuenta la del mencionado Siervo de Dios.
Este insigne religioso, nació en un pueblo de la provincia de Granada y era el mayor de los cuatro hermanos que todos gozaron del suave olor de Cristo. Sus padres, Martín Belzunze y Juana Romero, de buena posición económica, lo educaron entre lo más selecto de la sociedad del momento. Antes y durante su formación intelectual de lo primero que se ocuparon éstos con gran esmero fue en proporcionarle una formación espiritual fuerte y bien asentada en los principios del amor a los demás, la docilidad y humildad y formarle un carácter morigerado y dulce con el que, desde su niñez, se hizo grato a los demás.
Deseoso de hacerse grato al Padre celestial, lo escogió en su corazón como la meta a la que tendería durante toda su vida. Se hizo tan grato a los ojos de Cristo que Éste cierto día le proporcionó la gracia de hacérsele presente, rodeado de fulgores y unas rutilantes luces que refulgían de su cara.
Sobrecogido por la presencia de la Divinidad quedó mudo de admiración, pero en lo más íntimo de su corazón el Señor le manifestó estas consoladoras palabras:
“Martín, soy tu Padre y lo seré siempre”. Al mismo tiempo le reveló que Él ra aquella refulgente iluminaria que alumbraba a los que se encuentran en las puertas de la muerte, dirigiéndolos por un camino de paz y felicidad.
Pleno de gozo y de inefable alegría por haber sido agraciado con tan inconmensurable favor de presenciar la Divina Majestad, decidió seguir los caminos del Señor con toda la rectitud de su conciencia.
Al comenzar sus estudios superiores e influido por la actitud negativa de sus compañeros hacia las prácticas religiosas, se enfrió un poco su fervor inicial y, poco a poco, fue deslizándose por una pendiente de perdición que le hizo aflojar las riendas y perder el dominio que antes tenía sobre sus pasiones.
De esta manera, con la mente confusa y el alma desordenada, sin hacer caso a lo que una y otra le dictaban, perdió su fortaleza espiritual que antes lo hacía agradable a los ojos de la Divinidad.
Durante cierto tiempo caminó por este sendero de ingratitudes pero, no obstante, entre, entre las cenizas de aquél primitivo fervor divino, quedaba un pequeño rescoldo de amor a la Abogada de los pecadores a la que, tiempo atrás había dedicado todo su cariño.
Ésta no quiso dejar que se perdiese definitivamente aquél hijo al que tanto amaba, por ello le habló quedamente a su corazón y le hizo comprender que la vida que llevaba lo haría abocar definitivamente en la perdición de su alma.
Conmovido sintió vergüenza de sí mismo y de su comportamiento, por lo que el acto de verdadera contrición no se hizo esperar y derramó grandes ríos de lágrimas por lo que le había hecho sufrir al amantísimo Padre y a su Dulcísima Madre.
Ya había cumplido treinta años desperdiciados, la mayoría, en las banalidades mundanas. Por ello, a esa edad tan avanzada y con un firmísimo propósito de enmendar los errores cometidos, se dedicó al estudio del latín para dar un giro total a su vida y llegar a ordenarse sacerdote. También se instruyó en Teología Moral. Ya ordenado sacerdote, fue nombrado confesor, en cuyo trabajo resplandeció admirablemente.
Pasó varios años ejerciendo la vida sacerdotal secular, pero movido por un impulso divino, cuando ya contaba con cuarenta y cuatro años de edad, decidió tomar el seráfico hábito e ingresó en el convento de S. Juan de Ribera de los descalzos de Valencia el diez de octubre del año 1616.
A pesar de esta madurez de edad, se entregó con entusiasmo juvenil por la vía de la perfección, adelantando a los demás compañeros de clase, alcanzando prontamente un alto grado de excelencia en todo género de virtudes.
Con el beneplácito de sus superiores que veían en él un futuro ejemplar digno de imitación por los restantes hermanos, pronunció sus votos perpetuos con lo que fue admitido como nuevo componente de la milicia seráfica.
Sabedor de que el único camino que le quedaba por recorrer para enmendar sus errores juveniles era el de la santidad, a él se entregó con todas las fuerzas de su cuerpo y alma.
Comenzó por realizar una estricta cura de humildad para despojarse de cualquier resto de antigua soberbia que pudiese quedarle. Además se encontraba confuso y avergonzado entre sus hermanos más jóvenes que él y se sentía indigno para continuar la ardua tarea de los estudios.
Ese comportamiento le hizo que fuese ganando poco a poco el aprecio de los superiores y hermanos que más de una vez le llegaron a alabar sus virtudes. Nada se le hacía más insoportable que esto, pues se consideraba indigno de todo aprecio y pensaba que cualquier cosa meritoria que le dijesen era injusta, ya que consideraba que no era merecedor de ella. Su grado de humildad llegó a tal que sólo apreciaba los desprecios y vejaciones que cualquier malintencionado le proporcionase.
Ciertamente en su fuero interno esto es lo que verdaderamente sentía, ya que deseaba ser pisoteado por todos y no se estimaba digno ni de la tierra que pisaba.
Esta actitud interior era la razón de su invicta constancia y le proporcionaba una dulce y sin par tranquilidad ante las tribulaciones y adversidades que se le presentaban.
Al considerarse indigno de convivir con los demás a los que estimaba por encima de él, procuraba apartarse de toda criatura, aproximándose a ellas solamente cuando lo exigía la caridad.
Una de las virtudes que más sobresalieron en él fue la de la obediencia. Los superiores llegaron a sentir gran estima por él, dada esta cualidad, a veces tan rara en otras personas, aunque sean religiosos.
Llegó a adquirir tal grado de limpieza y candidez que no concebía que los hombres llegasen ni siquiera a discutir movidos por la ira y pensaba que en los pechos de los demás no podía albergarse ningún furor.
El rigor que mostraba en castigar su cuerpo era extremado. Sus flagelaciones eran excesivamente duras, no admitía calzado alguno, por lo que era un verdadero fraile descalzo. La abstinencia que mostraba ante la comida era modelo ejemplar para sus compañeros. Nunca se sentía satisfecho por muy fuertes que fuesen las mortificaciones que él mismo de aplicaba o las que tuviese que sufrir por las incomprensiones y algunas veces malas intenciones de sus mismos hermanos.
Para él era una satisfacción castigar su cuerpo siempre que tenía ocasión, por eso ni se permitía tomarse un refresco en los días más calurosos del verano, no se acercaba a la lumbre por muy gélido que estuviese el ambiente. Los trabajos más humildes eran su preferencia, siempre deseaba lo más bajo, pues decía: “así no puedo enorgullecerme de nada”. A pesar de tener una pluma prolífera y encomiable, nunca hizo gala de ello.
Su devoción por la Divinidad no le permitía estar de otra forma en la capilla que no fuese inclinado o de rodillas. Continuamente se sentía en presencia de Dios. Siendo ya muy anciano se vio aquejado de una enfermedad en las piernas que le obligó a permanecer en la cama. Posiblemente este fue uno de los mayores tormentos que sufrió ya que no podía soportar verse alejado del Sagrario, pues encontraba consuelo para todos sus males al estar cerca de su Divino Esposo.
Su alma era un horno ardiente del que salían continuamente fogosos dardos de amor que, sin cesar, lanzaba hacia la divina Diana que era el centro de su existencia. Así e vio elevado a los primeros años en los que el centro de su vida era únicamente el Padre Eterno.
Su preocupación por la salvación de sus semejantes le llevaba a que no economizara ninguna clase de esfuerzo, sacrificio o trabajo con tal de conseguir el arrepentimiento de algún pecador. Se pasaba las horas enteras en el confesionario sin preocuparse del descanso ni del alimento. Su verdadero alimento era su unión con Dios y la salvación de las almas, de manera que las multitudes lo adoraban y se aglomeraban, esperando ser recibidos en penitencia por él.
El autor nos dice que, según los cálculos de sus compañeros, confesó a más de dieciséis mil personas. Cantidad que si no es exagerada, consideramos que, para conseguirla, debió dedicar muchísimas horas a la práctica de la confesión con los consiguientes sacrificios de permanecer inmóvil y escuchar las miserias de tantísimas personas.
La santidad que irradiaba su persona, sus admoniciones, el intachable ejemplo de su vida, sus escritos, hasta su misma mirada hacían que, cualquier persona que anduviese por mal camino sintiese la saeta del arrepentimiento y mudase de vida cambiando totalmente su comportamiento.
Los pobres acudían a él buscando el remedio para sus miserias. Era digno de ver, según cuenta el cronista, cómo iba por la calle rodeado de ellos que lo acuciaban no sólo pidiéndole consuelo espiritual, sino también ayuda material. Por ello, no teniendo otra cosa, separaba la mayor parte de su alimento diario para repartírselo a los necesitados. Y en su afán por ayudarlos, siempre que no causase perjuicio a la Comunidad, a hurtadillas y aún exponiéndose a ser sorprendido, sustraía de la despensa del Convento lo que podía para entregarlo a los desheredados. No había nadie que se acercase a él sin recibir, bien alguna ayuda material, bien consuelo espiritual. Se deshacía por repartir amor y consuelo a todos los que acudían a su presencia.
En más de una ocasión manifestó sus dotes proféticas anticipando sucesos que sin que los demás pudiesen sospechar que ocurrirían sucedieron tal y como él había predicho. En ocasiones, la Divina Majestad, tomando la forma corpórea de un niño, lo regaló con su presencia, ocasionándole arrebatos del más puro amor por el Ser Supremo al que tanto anhelaba su alma.
En los pocos ratos de ocio que tenía, se dedicaba a confeccionar preciosas imágenes del Divino Infante que regalaba a quienes se las solicitaban y que tenían efectos saludables para el alma y curativos para el cuerpo. De vez en cuando, sus mismos compañeros, mientras se dedicaba a la tarea de realizar estas pequeñas efigies, lo vieron acompañado de un tierno infante que le ayudaba a la realización de las mismas.
Además de todos los dones que Dios le prodigó, le concedió el de hacer milagros, según refiere el cronista, que se hicieron patentes después de su muerte.
Ésta ocurrió, después de sumirse en un profundo sopor, el treinta de junio de 1651 en el mismo convento en el que había resido durante tanto tiempo, o sea, en el de S. Antonio de Granada. Para sus hermanos compañeros no quedó duda de que, desde este valle ce lágrimas, fue trasladado directamente a la gozosa presencia del Altísimo al que, desde el momento en el que decidió cambiar de vida, se entregó sin reservas.
Su fallecimiento fue hondamente sentido por todo el pueblo granadino. Sus devotos hicieron trizas la pobra vestimenta que lo cubría con tal de hacerse con una reliquia de tan venerable fraile, manifestando al mismo tiempo la veneración que sentían hacia él.
Todas las personas que se sentían en deuda con él por los muchos favores que en vida les había dispensado acompañaron, hasta el sepulcro, separado del común del resto de los hermanos, el traslado del cadáver, que se mantenía flexible, después de muchas horas de su óbito
En el año 1705 sus huesos fueron depositados en un hueco de la pared en el lado derecho de la capilla mayor del convento, de forma que así decoran el mismo.
Aparte de sus acendradas virtudes, la facilidad de su pluma, dejó los siguientes escritos:
-Vida de Martín Belzunze. Es decir la propia biografía de su vida seglar.
-Poemas varios.
-Jeroglíficos varios. Éstos no están escritos con las palabras de la sabiduría humana, sino de una forma arcana, con la doctrina del espíritu. Está distribuida en cinco tomas y se conservan inéditos, posiblemente por la dificultad de su interpretación, en el archivo de la Provincia. Los expertos los consultan asiduamente por la notoriedad de tantos héroes citados cronológicamente.
La vida de otro siervote Dios: el sacerdote fray José López
Este fraile sacerdote era oriundo de la villa de Totana. Una vez recibidos los hábitos de la Orden seráfica, sus superiores le encomendaron, durante muchos años, el cuidado y conservación de la sacristía de los conventos de Murcia y Granada. Ello originó en él una admirable propensión al cuidado, atención y devoción a las cosas del culto divino.
Fue especialmente cuidadoso en conservar el blanco lirio de la castidad. Cuentan que, cierta noche, cuando todavía vivía en el mundo, en la que, por necesidades familiares, se encontró en la situación de pasarla solo junto a su propia hermana, prefirió salir de su casa y pasarla toda paseando por la calle, ya que aborrecía estar a solas con una mujer, aunque ésta fuese de su propia sangre.
Su pobreza absoluta era ejemplo para todos. Llevó a rajatabla el ser descalzo, ya que nunca zapato o sandalia alguna cubrió sus pies. A veces caminaba con éstos totalmente desnudos, como siempre, sobre el hielo o la nieve, igual que si lo hiciese por un amenísimo prado verde en plena primavera.
Se flagelaba con todo rigor durante las horas queso cuerpo le pedía incesantemente que descansase.
Colmado de méritos y virtudes, la Divina Majestad lo colocó entre los santos del cerúleo paraíso el veinticinco de agostote 1653. Sus cenizas descansan en el sepulcro común, junto a las de sus hermanos.
El autor de la crónica, para dar mayor esplendor al convento, como hace en todos los que hasta ahora he traducido nos hace sucintos resúmenes de las vidas de los frailes que sobresalieron por sus méritos, bien de santidad, bien por sus dotes intelectuales.
La vida de otro insigne siervo de Dios que también nos relata es la del lego Santiago Valero.
De él nos dice que nació en Elche y que fue adscrito a la provincia antes de su división. Manifestó su anhelo de santidad con el constante castigo de su cuerpo, flagelándose duramente, sufriendo las agudas púas de los cilicios y llevando hasta extremos insospechados los ayunos.
Otra de sus grandes pasiones era la asidua práctica de la oración pues, como sus trabajos eran manuales, él decía que le dejaban la mente desocupada y por ello la dedicaba a estar continuamente en contacto con el Preferido de su alma y así no dejaba de estar en perpetua comunicación con Él.
Su enorme paciencia la demostró sobradamente en todo momento, pero de forma especial, cuando se vio atacado por la cruel enfermedad de un cáncer en la boca que le hacía sufrir indeciblemente, cosa que él soportaba sin alterarse y con espíritu risueño.
El mortífero mal se le extendió hasta la garganta y llegó el momento en el que no pudo ni hablar, sin embargo lo soportaba con una serenidad y paz de espíritu encomiables. Año y medio sobrellevó esta mortífera dolencia. Ya próximo a su muerte, como no podía hablar, por señas les pidió a los hermanos que le recitasen la letanía de la Bienaventurada Virgen María. Entre estas oraciones su cuerpo se fue quedamente durmiendo en el Señor y el siete de mayo de 1654, se presentó, lleno de meritos ante el Altísimo para gozar del premio celestial que durante su vida se había labrado.
Superación de una disputa por una inveterada costumbre
En todas las crónicas de los conventos que hasta ahora llevo traducidos, hay por lo menos una o más polémicas y hasta denuncias ante los jueces eclesiásticos o civiles por litigios o disputas que los franciscanos descalzos han mantenido, bien con los frailes de otros conventos, también descalzos, bien con los observantes, ya con los clérigos seculares, ya con los componentes de otras órdenes religiosas y hasta con personas particulares.
A través de todos los escritos he podido comprobar el carácter polémico que parece que caracteriza o por lo menos identificaba a los hermanos descalzos, quienes, a veces por motivos tan baladíes como el dar sepultura a una persona determinaba, entablaban un pleito con los sacerdotes seculares de la localidad.
En este caso es una querella contra los franciscanos Observantes.
Nos refiere el autor que dentro de la ciudad de Granada existían dos conventos de hermanos observantes. Uno de ellos conocido como la Casa mayor y el otro recibía el nombre de Alhambra. Entre las comunidades de los descalzos y la de los observantes de la Casa Mayor existía una pacífica costumbre, que se remontaba al principio de la fundación de los primeros, por la que ambas precedían de forma conjunta todos los actos procesionales públicos y que sus respectivos guardianes ocupasen los lugares más dignos.
Allá por el año 1655, en contra de esta asentada costumbre, el guardián de la Alambra reclamó para sí, utilizando todas sus fuerzas, la presidencia que le correspondía a los descalzos y se soliviantó desagradablemente. Como es lógico los descalzos pusieron en marcha su faceta combativa y se opusieron a ello. Así que presentaron la reclamación correspondiente ante la más alta autoridad de los franciscanos. El reverendísimo Padre General, fray Pedro Manero, cuando se informó debidamente de las pretensiones de unos y del derecho de los otros, resolvió a favor de los descalzos y así el treinta y uno de mayo del mismo año, expidió desde Madrid los escritos correspondientes por los que garantizaba a los descalzos la conservación de tan inveterada costumbre, a pesar de las quejas y pretensiones del guardián de los observantes de la Alhambra.
Fray Cristóbal Díez fue otra flor digna de emulación que resplandeció en el mencionado convento. Éste era converso y nació en Almuñecar, cuando la Provincia aún no había sido segregada de la de S. Juan Bautista. Por su ardiente deseo de pertenecer a los descalzos fue aceptado por éstos.
Destacó sobremanera en la práctica de todas las virtudes especialmente en la frecuentación de los Santos sacramentos y en los castigos con los que atormentaba a su cuerpo.
Además no podía soportar la ociosidad se dedicaba de forma especial a los trabajos manuales. Por ello, cuando ya siendo muy anciano y aquejado de muchas enfermedades y dolencias, se sintió muy dolido cuando los superiores, considerando su estado, lo relevaron de toda actividad, además de exonerarlo de la asistencia a los maitines. Él, obediente ante todo, aceptó esta nueva situación que suponía un gran sacrificio para sus anhelos de perfección, pero lo suplió incrementando el rigor de sus penitencias, flagelaciones y mortificaciones de todo tipo.
Finalmente, lleno de años y rebosante de virtudes, falleció el diecisiete de octubre del año 1655. Su cuerpo descansa en el sepulcro común.
El Siervo de Dios, fray José Martínez es otro componente digno de admiración del claustro de los descalzos granadinos.
Era hijo de Juan Martínez y de Francisca López. Había nacido en un pueblo de la provincia de Granada.
Hasta edad muy avanzada vivió en el mundo entregado a obras de caridad y a hacer todo el bien posible a los necesitados. Pertenecía a la Orden Tercera, muy conocido por los frailes conventuales por su acendrada piedad y su dedicación a los menesterosos.
A los sesenta años pidió el ingreso como hermano lego en el convento que estamos narrando. Su deseo fue muy bien acogido tanto por los superiores del mismo, cuanto por el resto de los hermanos. Ya hemos dicho cómo lo apreciaban y la buena voluntad que sentían hacia él por su vida inmaculada y su despego de las cosas terrenales.
El treinta de septiembre del año 1652 fue acogido en el cenobio cosa de laque todos los componentes del mismo se congratularon, pues ya de seglar lo admiraban por su vida intachable.
A pesar de su provecta edad, con ímpetu juvenil, se entregó a la práctica de los sacrificios y de las mortificaciones como si considerase que tenía que recuperar el tiempo que no había dedicado a ellos.
Cada día subía un escalón de la dura escalera de la perfección, esforzándose en realizar las labores más sacrificadas, en la práctica continua y edificante de, los Sacramentos, huyendo constantemente de la ociosidad y cumpliendo las reglas conventuales con la máxima perfección.
Muchas noches las pasaba enteras de vigilia ante el Sagrario del convento en místico arrobo ante su Señor.
La virtud que más apreciaba era la de la humildad, siempre estaba dispuesto y se desvivía por complacer los deseos de cualquier hermano. De ellos prefería el desprecio a la alabanza, pues se consideraba como cosa sin valor alguno.
Sus excesos en castigar su debilitado cuerpo le hacían caminar con los pies totalmente desnudos sin preocuparse del hielo o de la nieve.
Finalmente, ya de edad muy avanzada fue consumido por la fiebre y abandonó este valle de lágrimas el día siete de julio del año 1656, yendo al encuentro del que más amaba, donde el Padre Eterno que tantas preferencias había mostrado por él lo coronaría con el laurel de los triunfadores en el camino de la perfección.
El renuevo de la higuera de S. Pedro de Alcántara
La higuera que plantó S. Pedro de Alcántara se hizo famosa por sus curaciones prodigiosas a quienes, bien consumiendo sus higos, ya bebiendo la infusión cocinada con ellos, o aplicándose un trozo de madera de la misma o una cruz hecha con ella, se encontraban debilitados de salud y la recuperaban inmediatamente.
Fray Diego de Oca fue nombrado Comisario Visitador y debió marchar, por ello, a la Provincia de S. Gabriel. Se llevó consigo dos plantones de la memorable higuera mencionada y los dejó en el convento de Loja, donde, con todo cuidado y esmero fueron plantados por el hermano hortelano. Cuando asumió la prelatura del convento granadino, recuperó uno de dichos esquejes y mandó al hermano que cuidaba del huertecillo que lo sembrase en el mismo.
El narrador nos menciona que en la fecha en la que él escribe, dicho tallo ha llegado a convertirse en una frondosísima higuera que sigue proporcionando a quienes comen de su fruto o se aplican una cruz o un trozo de la misma iguales propiedades curativas que la higuera original criada y bendecida por S. Pedro de Alcántara.
El capítulo segundo de este relato lo concluye el cronista con la sucinta narración de la meritoria vida de la Sierva de Dios Inés de Jesús.
Fue hermana seglar de las carmelitas, lo que se duda es si llegó a ser cordígera franciscana En este convento granadino se esperaba que lo hiciese en un futuro
La describe el escritor como una mujer admirable y digna de encomio en todo género de virtudes, cuya ínclita vida mereció la digna opinión de todos sus conciudadanos.
Cuando falleció y antes de que su cuerpo fuese depositado en el camposanto apareció rodeado por un admirable fulgor como un manifiesto indicio del resplandor inextinguible del que gozaba en el cielo. Su óbito tuvo lugar el día tres de abril del año 1659.
Nuestra opinión particular es que el cronista, para ensalzar las magnificencias del convento de S. Antonio, refiere la vida ejemplar de esta virtuosa mujer y la incluye dentro de los adictos a este cenobio.
Nuevo Capítulo
El capítulo III de este relato lo dedica el autor del mismo a cantarnos las excelencias del convento y narrarnos el número de los que integraban la comunidad. También nos refiere las liberalidades y donaciones de los benefactores del mismo. Pone de relieve su condición de hospital. Además narra los hechos de catorce siervos de Dios, así como las importantes obras de dos de ellos.
Nos cuenta la eximia doble celebración de la canonización de los santos Pedro de Alcántara y Pascual Bailón. Refiere los obsequios que recibió el convento por el comportamiento de los frailes durante la peste de Granada. Reseña el caso de tres víctimas del amor y la admirable Providencia divina y, como colofón del mismo nos narra una digna noticia sobre el Cristo de las Calzas.
He dedicado ya bastante tiempo a referir lo que el autor nos narra sobre el convento en el capítulo II de su crónica, así que, como es lógico, no contaré todo lo que en éste nos relata, pues, en tal caso la conferencia sería onerosa y difícil de soportar.
Voy a dedicar algunas páginas más a exponer ciertos asuntos de los que he enumerado, de forma que no canse demasiado al auditorio ni a quienes la lean, cuando se publique, y el resto lo relegaré para otra próxima intervención.
Excelencias del convento y número de hermanos del mismo.
El día doce de febrero del año 1661 la Provincia franciscana descalza de S. Juan Bautista se dividió en dos. Una de ellas, la más oriental, siguió conservando el prístino nombre y la segunda, que abarcaba gran parte de la hoy provincia andaluza, quedó bajo la protección de S. Pedro de Alcántara.
El convento granadino de S. Antonio de Padua quedó como lo que podríamos llamar la Casa Madre o cenobio principal. De aquí que esta provincia reciba también el nombre de granadina.
En las témporas a las que el autor se refiere, el convento estaba habitado por la considerable cantidad de ciento treinta hermanos “plus minusve”.
Él era el centro de celebración de los capítulos provinciales y de las congregaciones de la Provincia. Como muestra de ello baste decir que desde el año 1662, es decir desde el año siguiente al de la segregación, hasta el 1743 tuvieron lugar en el mismo veintidós congregaciones provinciales.
Desde el día 15 de febrero del año 1646, hasta la época del narrador, es la Casa de Novicios provincial. Durante cierta época compartió tal honor con otro convento que el relator no refiere, aunque en los día mencionados es ella la única Casa de novicios de esta Provincia.
En el noviciado se venera cierta escultura bellísima del Niño Jesús ubicada sobre el altar. Acerca de ella existe una tradición común entre los alumnos y es que, no pocas veces, en diversos tiempos habló benignamente con distintos novicios, ya en su interior, ya haciéndoseles presente deforma corpórea, para exhortarlos a que continuasen con todo su esfuerzo por el camino de la perfección.
En esta Casa noviciado se enseñaba teología a todos los jóvenes alumnos.
Ha sido célebre porque durante todo el tiempo de su existencia han residido en ella los hermanos más fervorosos y ha sido habitada por varones cuyos claros ejemplos de virtud enardecían a sus compañeros y edificaban a todos los seglares.
Se ha estimado como una fortísima torre y una excelente línea de batalla contra los ataques infernales. Fortificada y defendida por valerosos e invencibles soldados que, tanto en el coro, cuanto en la iglesia, como aguerridos guerreros, se ofrecían continuamente para presentar combate a las fuerzas infernales a las que hacían frente con esforzado denuedo.
En el silencio de los claustros, durante el día, se escuchaba la armonía de las alabanzas celestiales. Por la noche se oía el murmullo de las flagelaciones, entres los suspiros y los susurros de los orantes.
Según el cronista esta casa ha sido siempre un semillero de hombres insignes tanto en santidad cuanto en profunda sabiduría sobre todas las materias investigadas por el ser humano.
Liberal regalo de un benefactor. Grata respuesta por parte del convento y creación del hospital
En el año 1662, es decir al año siguiente de la constitución de esta nueva Provincia, D. Diego Montalbo, vecino de Granada, devotísimo de la imagen de la Niña María y lleno de afecto hacia los hermanos del convento, regaló a éstos dos mil ducados para que construyesen un hospital para los monjes enfermos y que perteneciese a la propiedad del cenobio. Sólo pidió a cambio que, todos los años, se celebrase una grandiosa fiesta en honor de la Virgen Niña en el misterio dulcísimo de su presentación en el templo.
La Provincia, en justa correspondencia por tan importante donativo con un fin tan caritativo, decretó que se llevasen a cabo los debidos sufragios por la salvación de su alma.
Inmediatamente se uso en ejecución la obra del hospital que fue concluido en poco tiempo con todas las dependencias necesarias. Los hermanos que lo atienden dan constantes muestras de la caridad fraterna que los mueve a cuidar de los necesitados.
El relator continúa refiriéndonos distintas vidas ejemplares, ya de frailes conventuales, ya de terciarios y terciarias franciscanos que, por sus méritos y continua dedicación a la perfección fueron considerados modelos dignos de imitación por todos los que los conocieron.
Hace una extensa exposición del siervo de Dios Fray Francisco Molina.
Éste era diácono. Había nacido en el pueblo de Bastente en la provincia granadina. Se desconoce el nombre de sus padres, aunque sí consta que eran nobles.
Vivió en el mundo hasta algo más de los cuarenta años, pero insatisfecho de las pompas terrenales y deseoso de perfeccionar su alma y dedicarse al servicio de Dios, tomó el seráfico hábito en el convento de s. Juan de Ribera en la Provincia valenciana el tres de octubre del año 1626, antes de que de ella se segregase la Provincia de S. Pedro de Alcántara.
Al llevarse a cabo ésta, por privilegio pontificio, fue escogido para que perteneciese a la alcantarina.
Aunque su perfección en todas las virtudes era digna de encomio, resplandeció de manera especial en la de la humildad. Sus mismos compañeros lo consideraban émulo del mismo S. Francisco y creían ver en él una nueva encarnación suya.
En ningún momento se creyó superior al resto de los mortales, por muy humildes que éstos fuesen. No actuó de forma insolente ni soberbia en cualquier periodo de su vida.
Aunque dominaba perfectamente la lengua latina a imitación de nuestro Seráfico Padre no quiso que lo ordenasen presbítero, a pesar de los esfuerzos que, para que lo consintiese, llevaron a cabo, tanto sus propios compañeros y superiores, cuanto el obispo de Granada., D. Martín Carrillo de Alderete. Él seguía considerándose indigno de recibir este sacramento, pues siempre vivió imbuido en el desprecio que deseaba que los demás la tuviesen.
Es más, tenía tanto respeto a los sacerdotes que nunca se atrevió a dirigirse a alguno de ellos, pues los consideraba tan elevados y él tan miserable que no osaba tener contacto con ellos.
El Maligno no podía tolerar que un alma tan humilde viviese fuera de sus ataques y tormentos, por lo que lo acuciaba continuamente con incesantes tentaciones y hasta con manifestaciones patentes de su perversidad ideando continuamente diversos modos para atormentarlo.
Siendo ya muy anciano, el meritorio siervo de Dios, muchas veces se mostraba implacable con los rigores invernales. Acostumbraba a yacer en su pobre camastro, cubierto solamente por una mísera colcha, sin cobertor ni manta alguna. Así, bajo tan pobre cobijo procuraba calentar sus ateridos miembros.
El Demonio, lleno de ira, no soportaba tan gran sacrificio, por lo que muchas noches lo atacaba físicamente desposeyéndolo de la endeble cobertura, produciendo grandes fragores que despertaban al desventurado anciano y lo privaban del necesario descanso.
Los hermanos de las celdas próximas escuchaban la batahola organizada por los seres del averno y, como es lógico, no dejaban se sentir cierta aprensión por la presencia de los seres infernales, así que se lo comentaron al Guardián del cenobio. Éste lleno de compasión por el sufrimiento que estaba padeciendo uno de sus frailes, escuchó con todo detenimiento lo que le contaban y mandó al humilde francisco que, bajo el imperio de la Santa Obediencia, ordenase a los seres infernales que lo visitaban y le hacían la vida imposible, que en nombre de Jesucristo lo dejasen en paz y en adelante no le causasen tales vejaciones.
Como siempre, obediente en todo, el sumiso Francisco hizo caso a lo ordenado por su Superior e inmediatamente se marcharon los inmundos espíritus, lo dejaron en paz y no volvieron a causarle más molestias ni sufrimientos.
Sus propios compañeros que lo consideraban digno de imitación, muchas veces le preguntaban sobre qué deberían de hacer parar agradar a Dios y sentir más cerca su cariño, les respondía humildemente: Inclinad vuestras cabezas, hermanos, en esto reside nuestra suma perfección, pues el verdadero obediente no puede equivocarse. Yo actúo muchas veces como perfecto seguidor de la obediencia”.
La Soberana Voluntad, en premio a su acendrado e infatigable fervor, le concedió l don de hacer milagros. Muchos y de todas clases realizó. Tanto que hasta llegó de devolver la vida a los fallecidos.
Para él su mayor deseo era morir bajo la obediencia a sus superiores, por ello, ni la vejes avanzada, ni los abatimientos más dolorosos fueron nunca para él el más mínimo obstáculo para cumplir con toda diligencia todo lo que le sugerían los que regían el convento.
La sumisión era el centro de su voluntad, además procuraba, para mortificarse, ejercer siempre los trabajos más arduos, duros y difíciles, encontrando en ellos, al realizarlos, cierta dulzura y paz de espíritu que lo compensaba de todos los esfuerzos que hubiese tenido que llevar a cabo.
Uno de los oficios más penosos que existe en un convento es el de portero, pues bien, el lo sobrellevó sin quejarse ni protestar durante veinte años. Otros, más fuertes y robustos que él no pudieron ejercerlo durante tanto tiempo, por lo que a los pocos años pedían al Guardián que los relevase del mismo por el mucho esfuerzo que había que hacer para practicarlo.
La resistencia que tenía para la penitencia era inaudita, por lo que todos sus compañeros lo admiraban.
Diariamente se flagelaba con extrema dureza. Había días que o hacía hasta tres veces. El ayuno era una práctica habitual en él. Tenía la costumbre de comer solamente pan y agua y algunas legumbres durante tres semanas seguidas, sobre todo en Cuaresma, además e los días señalados por la Iglesia como de ayuno. Esta práctica la llevaba a cabo en todas las ocasiones posibles. Durante todos los sábados de su vida tampoco tomó alimento. Estuvo sin comer carne durante seis años. Jamás probó el vino. Nunca se le vio montar a caballo ni caminar calzado.
Durante seis años tuvo que permanecer acostado sobre su pobre lecho. Esto le provocó que se le ulcerase todo el cuerpo, soportando, además durante toda su vida cruelísimos dolores de pies. Su cuerpo era un madero de incomparable resistencia que se quemaba continuamente en el fuego del dolor.
El pudor fue el fragantísimo lirio que lo adornó durante toda su vida. Mientras fue religioso, jamás miró directamente a la cara a alguna mujer. No soportaba las conversaciones en privado con ellas.
Despreciaba la lengua imprudente y las palabras ociosas como si de un virus mortal se tratasen. Custodiaba su cuerpo, sabedor de que estaba hecho de barro, con el miedo que le producía que éste se pudiese dejar llevar por las pasiones, despertando el fuego de éstas que tanto empeño había puesto en dominar.
La pobreza fue para él otra virtud sagrada. Podríamos decir que había hecho un pacto con ella por el que nunca se separaría de la misma. Sólo le satisfacción la posesión del Señor Jesús cuya tendencia a conseguirlo lo llevaba a realizar los mayores sacrificios y esfuerzos y a ir despegándose cada vez más de las cosas terrenales para quedarse sólo con lo que él tanto apetecía: la entrega total y absoluta a Jesucristo, principio y fin de todas sus apetencias.
Consideraba que si llegaba a poseerlo, ya no precisaría de nada temporal o terreno y obtendría el don más preciado que puede recibir el ser hunazo: la inseparable amistad con su Redentor.
Su capacidad de sacrificio no tenía paralelo. Cuando comía alegremente con sus hermanos, con todo disimulo, apartaba el parvo trozo de pan que le correspondía para privarse de él por amor a la Divina Luz de su alma.
Su piedad era digna de emulación. La devoción que le profesaba a la Virgen Inmaculada y el inmenso amor que le tenía se lo demostraba rezando el Santo Rosario todos los días pidiéndole lo aplicase por la salvación de las almas retenidas en el pecado.
Cuando terminaba de cumplir sus obligaciones, ya que para él la obediencia era lo más importante, se dedicaba a visitar los distintos altares de la capilla conventual para ayudar u oír misa.
El alimento más fuerte que recibía era la Sagrada Eucaristía.
Dedicaba a la oración la mayor parte de su tiempo, por eso durante el día, como tenía cosas materiales que ejecutar, aunque estaba en continuo contacto con Dios, no estaba tan dedicado a ella como hubiese dedicado, cosa que suplía durante la noche, pasándola muchas veces en contacto con el que era el amor de su sencillo corazón. La Sagrada Majestad respondía frecuentísimamente a su devotísimo siervo recreándolo frecuentísimamente con, los favores celestiales.
A vía de ejemplo nos expone el cronista el acontecimiento siguiente:
En cierta ocasión, cierto hermano pasaba por la puerta de su celda por casualidad. Por las rendijas de la misma vio la celda llena de una gran luz sumamente resplandeciente y oyó a Francisco, hablando de rodillas, aunque no vislumbró quién podría estar conferenciando con él.
Admirado se lo comunicó al superior. Éste conminó a Francisco a que le contase claramente lo que había sucedido en su celda, obligándolo bajo estricto mandado.
Francisco, humildemente, refirió que tan gran fulgor era el que emanaba de Jesucristo y que con quien hablaba era con Él que muchas veces se le aparecía en su humilde celda. Se sentaba en el pupitre y durante mucho tiempo mantenían ambos conversaciones sobre temas celestiales.
Otra de las formas de poner en práctica su espíritu se sacrificio era no comerse, la mayoría de los días, la porción de carne que le servían en su plato. La dividía en dos trozos. Uno e los cuales lo reservaba por si algún hermano, mas necesitado se la pidiere.
Algunas veces se llevaba un trozo de la misma a la boca pero, antes de llegar s ella, lo retiraba y lo dejaba en el plato, añadiendo un nuevo castigo a su ya macerado cuerpo.
Esta actitud producía extrañeza ante sus mismos compañeros que se preguntaban qué podría motivarlo para que actuase de tal manera.
El Superior, al tener conocimiento de esta comportamiento, le mandó a Francisco, bajo estricta orden, que le explicase el motivo de aquella actuación.
Éste, obediente al máximo, como siempre, le dijo: en m mesa aparecen sentados a uno y otro lado el Niño Jesús y Santa ana. Él a la derecha y ella a la izquierda. Cuando me sirven la comida, uno y otro me piden que les dé parte de ella, por eso me veo obligado a distribuirla entre ellos. Por eso tomo el más pequeño trozo para mí. Pero cuando el pequeño Infante ve que lo tengo casi en la boca, inmediatamente llora y me lo pide y libremente cumplo sus deseos. Así llevo seis años, desde la primera vez que me sucedió esto sin probar la carne y me contento con las legumbres y el caldo de la escudilla.
De esta manera se puso de manifiesto claramente cuán grato era al Señor el candor de esta alma feliz, con la que Éste compartía juegos y entretenimientos.
Cuando terminaba el cuidado de los hermanos enfermos, con admirable fervor, se dedicaba a servirlos, les mullía los lechos, les abría las celdas, les limpiaba los vasos y orinales y les mostraba de mil maneras su caridad permaneciendo a su rato todo el rato que le era posible. Su enorme caridad llegaba al extremo de demostrarla no sólo con los hermanos el convento, sino con malquiera al que viese necesitado. De forma especial sentía un predilecto cariño por los niños. Veía en ellos la imagen de Jesús Niño y por ello sentía hacia ellos una ternura especial.
El exceso de su caridad era tal que nada retenía para sí. Lo poco que poseía siempre lo repartía entre los más necesitados.
En sus manos no estaba seguro ningún bien ya que se desprendía de él en favor de los menesterosos.
El cocinero y el encargado del comedor procuraban apartase de él lo más posible, ya que le temían más que a las furias, pues siempre procuraba sustraerlas algo para ayudar a sus pordioseros.
A todos trataba con sumo cariño. Nadie se marchaba de vacío después e haberle pedido consuelo. Se valía del confesionario como lugar para repartir su consolación tanto espiritual, cuanto material. En él proporcionaba paz a los afligidos, lenitivo a los angustiados, ayuda física a los indigentes, remedio a los enfermos, auxilio a los afligidos, solaz a los entristecidos, consuelo a los descarriados. Por ello su confesionario siempre estaba muy concurrido, cosa que, algunas veces, no sentaba muy bien al resto de los hermanos.
El cronista nos dice que en su senectud se vio de tal manera colmado de virtudes que era un ejemplo viviente de santidad.
Cuando ya tenía la avanzada edad de 87 años, se vio atacado por una nueva enfermedad que lo transportó al reino de los cielos, sostenido por la sagrada Eucaristía entre las ardientes jaculatorias con las que se dirigía a su divino amor.
Su óbito tuvo lugar el día quince de febrero del año 1663, el mismo día en que cumplía 87 años. Había permanecido en el convento durante 47.
Al expirar su cuerpo comenzó a exhalar un suavísimo olor, pero lo más prodigioso fue que, ya fallecido, la hicieron en el pie una incisión con una navaja y brotó profusamente sangre líquida como si aún estuviese vivo. Pasado un tiempo fue trasladado al cementerio común del convento.
Limosna perpetua para el convento y correspondiente gratitud de la provincia para con el donante.
El día veinticuatro de octubre del año 1663 el provincial, en respuesta de la munificencia que siempre había mostrado con este convento D. Juan Herrera Pareja, celebérrimo abogado de la Chancillería real, dispuso que en todos los conventos cualquier hermano presbítero debiera de realizar sufragios por el alma de tan dadivoso benefactor, cuando éste falleciese, ya que siempre había socorrido espléndidamente tanto al convento cuanto a la Provincia y, sobre todo, había costeado una espléndida estatua de S. Pascual.
Cuando falleció fue enterrado en la capilla del mismo santo, en la que permanece para su eterno descanso.
Para cuidar la lámpara del mencionado santo dejó un legado de 155 reales anuales, además de legar al convento un donativo de 200 ducados de limosna y 200 tomos sobre argumentos morales y otros materiales cuyo precio total superaba los 300 ducados.
El autor de la crónica sigue mencionando vidas ilustres y multitud de distintos tipos de hechos acaecidos en este convento.
Yo, para no hacerme oneroso, las iré desgranando en sucesivas intervenciones dentro de los próximos cursos que, con la ayuda de Dios esperamos seguir celebrando.
Córdoba, año 2009-01-21
Manuel Villegas Ruiz
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